30 sept 2011

Hambre de ti


Si había algo que definía la relación entre Adrián y Marcela era su amor por la comida. No en vano se conocieron en una feria gastronómica internacional, donde sus paladares, extasiados por la diversidad de sabores que percibían ese día, fueron distraídos unos escasos segundos por sus ojos. Por sus miradas que, al encuentro, detuvieron el tiempo brevemente para marcar para siempre un vínculo difícil de romper. Solamente el éxtasis que alcanzaban a la hora del sexo podía superar el placer que les provocaba comer. Tanto era así, que cuando comían en público, la gente solía verlos con asombro, tal cual como si estuvieran haciendo el amor desgarradamente frente a los pudorosas miradas de la sociedad.

Por lo que proyectan las apariencias, Marcela no parecía ser una mujer de apetito tan voraz. Su esbelto y bien definido cuerpo daba la impresión de un régimen estricto de ejercicios y dietas inhumanas. Al caminar, era capaz de despertar el morbo hasta de las mujeres, quienes, entre envidia y lujuria, no dejaban de verla. Sin duda alguna, Adrián se sentía orgulloso de tenerla a su lado: su manjar más preciado, el que podía repetir todos los días.

Sin embargo él, sí daba la impresión de ser un hombre de buen comer. Por decirlo de alguna manera. Algo de sobre peso, algo rellenito, algo gordito. “Algo” que Marcela no podía definir, pero que la hacía perder el control y la ataba al punto de la esclavitud a él. Cuando entraba en contacto con ese cuerpo ancho y robusto, su apetito voraz se convertía en la más encarnizada mezcla entre lujuria y gula.

Ese deleite de pecados capitales siempre signó sus encuentros sexuales. Era difícil encontrar un juego que incluyera comida que ellos no hubiesen puesto en práctica. Sin embargo, faltaba uno por jugar.

Adrián había viajado al interior del país. Un nuevo miembro en la familia. Una reunión familiar. Una excusa para comer y beber. Otra excusa para chismear entre consanguíneos. Y Marcela que no pudo acompañarlo porque tenía guardia ese fin de semana. Pero el aburrimiento rápidamente se convertiría en expectativa: no solamente venía la hora de la comida –y vaya que la tía Maira cocinaba muy bien- sino que un nuevo sabor transportó a Adrián a la piel desnuda de su mujer. No dudó en llamarla: “Mi cielo, no tienes ni idea de lo buena que está esta salsa que preparó mi tía para la carne. No pude pensar en otra cosa sino en mi lengua saboreándola entre tus jugos”. Marcela inmediatamente se mojó. Un leve temblor sacudió sus rodillas. Un disimulado mordisco apretó sus labios. “Tráela, y cuando llegues me comes completica”. Los ojos de Adrián se tornaron incendio. “Por supuesto mi cielo, no quedará ni un bocado de ti”.

El domingo en la noche, al Adrián entrar al apartamento, encontró a Marcela en la mesa leyendo. Con una franelilla blanca que dejaba ver la perfección de sus senos, un pantaloncito muy corto por donde se asomaban sus nalgas y los siempre presentes lentes de pasta negra. Ella sonrió con dulzura al ver a su novio. Pero él venía como un animal en celo, cegado por el deseo.

Jaló por un brazo a Marcela y la sentó sobre la mesa. Salvajemente rompió la delgada tela blanca que la tapaba y se lanzó en besos y mordiscos sobre sus senos. Marcela siguió sonriendo, pero esta vez con morbo. “Así me gusta, que te comas a tu hembra”, lanzaba ella entre gemidos. Con la misma furia cayeron rotos sus pantalones y poco a poco la saliva de Adrián se confundiría con la humedad y el sudor de ella, ya entregada por completo al calor del momento. “Cógeme ya, mi amor. Hazme tuya. Deja de jugar”.

Adrián la jaló con una fuerza sobrehumana por su larga cabellera castaña y con la misma violencia la arrojó al piso. No pudo evitar llorar. Tampoco pudo evitar gemir. Marcela disfrutaba ser maltratada por su hombre. Rápidamente Adrián se desnudó y sacó del bolso el frasco donde traía la salsa que lo llenó de éxtasis y lujuria. La dejó a su alcance. Se abalanzó sobre ella, acostada boca abajo en el piso con las piernas cerradas y la penetró sin miramientos. Nuevamente se mordió los labios y empezó a jadear compulsivamente. “Así. Así. Así”, decía al compás de cada embestida. Inmediatamente sintió un hilo frío y espeso que recorría su espalda. Desde lo alto, Adrián sostenía el frasco inclinado, desde el cual caía el aderezo de la lascivia. Con un dedo tomó un poco de salsa de esa espalda lisa y perfecta y lo llevó a la boca de ella. Marcela sintió su primer orgasmo instantáneamente. En su clítoris. En su paladar. Jamás había saboreado una salsa tan exquisita. Y ella era el plato principal. El segundo orgasmo vino cuando la lengua áspera y tosca de Adrián comenzó a recorrer su piel.

El cuerpo de Marcela se había convertido en un cúmulo de contracciones consecutivas. Estaba sintiendo más placer que nunca. Adrián también. Sus jadeos se convirtieron en bufidos salvajes. Los bufidos en gruñidos. Sentía que iba a explotar de lo duro que estaba. Su excitación se convirtió en hambre. Y ese recorrido pecaminoso de su lengua se transformó en un mordisco. Sus dientes apretaron su piel con deseo hasta que finalmente empezaron a desgarrarla. “¿Adrián qué estás haciendo? ¡Para! ¡Me duele!”. Ya no era él, era una bestia hambrienta. Ya no era ella, era su presa. Y ese fue el primer pedazo de piel que terminó en su boca. Seguía penetrándola. Marcela empezó a llorar y, aunque no dejaba de sentir placer, empezó a suplicarle que se detuviera. Intentó voltearse pero recibió un fuerte golpe en la nuca. Dos. Y tres. Cayó desmayada.

Su conciencia iba y venía. Entre flashes y apagones de conciencia veía a Adrián mientras devoraba su cuerpo –literalmente y no tanto-. Su sonrisa estaba bañada en sangre y de momentos podía apreciar cómo arrancaba su piel y la saboreaba entre sus labios. Ya no sentía dolor. Casi no podía moverse. Estaba a punto de perder el sentido nuevamente cuando pudo oír el último gemido de Adrián. Acabó dentro de ella y todo se volvió oscuridad…

Es lunes y Adrián llega a su casa para almorzar. Suena el timbre. Es la mamá de Marcela. Entra y no se detiene en halagos a su yerno por el seductor olor de la comida que prepara. Sirve un poco para ella, acompañado de la famosa salsa de la tía Maira.

-          Hijo, esta es la carne más divina que he probado en mi vida- murmuraba la tía entre gemidos de éxtasis al masticar.

-          Sí suegra. Puedo decir, además, que esta presa la cacé, la maté y la preparé con mis propias manos.

-          Qué lástima que Marcela no esté aquí para probarla con nosotros – replicó su madre, extasiada en el sabor de su propia sangre.