17 feb 2012

Tormenta eléctrica

Aquí estoy, sentada viendo cómo mi vida se centrifuga en un punto de zozobras y certezas. Todo cambió esa noche, sin duda. Y ahora, luego de que sus manos me hicieron suya, luego de que su lengua marcó cada rincón de mi templo, luego de que sus dientes magullaron mi ignorancia, ahora se me hace imposible seguir sino detrás de ese cuerpo que cambió para siempre mi rumbo. Necesito irme, necesito repetir ese banquete todas las noches, necesito estar lejos de aquí y comenzar de nuevo. Necesito transitar este nuevo camino, estoy segura.

 Aquí estoy, sentada recordando todo lo que sentí esa noche. Lo que más me sorprende es que sentí tantas cosas y no pensé ninguna. Mi cerebro se desactivó. Mis ideas, juicios, tabúes, penas, límites, todo se fue a no sé dónde y dejó el sendero libre para que el amplio manto de mi piel se dedicara a sentir. Si todo lo que sentimos son impulsos eléctricos a través de nuestros nervios, entonces esa noche fue una tormenta eléctrica lo que azotó mi cama. Eran corrientazos consecutivos, indetenibles, inaguantables, celestiales.

Estoy tratando de recordar cómo es que llegó a mi apartamento. Cómo fue que me convenció. Cómo fue que me doblegó. Pero antes de ese momento en el que claudiqué, no recuerdo en absoluto nada. Sus manos estaban en mi cintura y, parada al borde de mi cama, me empujó hacia ella. Caí y por una breve eternidad sentí que no había gravedad. Mientras descendía hacia mi cama podía ver cómo sonaba sus dedos, como quien se prepara para una ardua labor. Podía ver cómo sus labios enmarcaban la sonrisa más perversa que he visto en mi vida. Podía ver cómo sus ojos destallaban de lujuria. Iba a ser suya. Finalmente mi espalda tocó el colchón.

Sus manos se posaron en mis gélidas rodillas, subieron y fueron apartando a su paso el vestidito que llevaba puesto. Apretó con fuerza mi panty y me la quitó bruscamente, me lastimó los costados de los muslos. Me gustó. Colocó sus manos en el borde de la línea del bikini y acercó su rostro a mi clítoris. Tomó una profunda inhalación y pude sentir como si a través de su respiración me robaba el alma, la voluntad, la vida. Mis brazos cayeron rendidos en la cama, abiertos, en una clara señal de entrega y sumisión. Se montó, entonces, encima de mí. Sonreía siempre, no dejaba de hacerlo, era la conquista largamente anhelada del trofeo más deseado: mi cuerpo.  Sus manos se ubicaron en el centro de mi abdomen y con una fuerza descomunal abrió mi vestido por la mitad. Mis senos temblaron al son de la tela desgarrándose y a partir de ahí todo fue una vorágine.

En milésimas de segundos sus labios se devoraban los míos. Era una intermitencia entre besos y mordiscos. Mordía duro mi boca y cada presión de sus colmillos se traducía en un gemido mío. Sus manos apretaron violentamente mis senos. También me dolió, pero al mismo tiempo sentí un calor por los costados de mi espalda que rápidamente se trasladó a mi vientre. “Sí, maltrátame, márcame, viólame, no tengas compasión, soy toda tuya”, le dije con morbo. Sin pensarlo, su boca se trasladó hasta mis pezones y aunque sentí miedo, me desencajaba pensar que estaba a punto de arrancármelos. Mis rodillas temblaron y mi espalda se arqueó abruptamente. En ese momento sentí la necesidad de que mi cuerpo se quebrara en pedazos. Mínimos, infinitos pedazos de placer.

Volvió a asfixiar mis senos con sus manos y me vio, sentí que sus ojos me quemaron por dentro. Un hormigueo intenso se apoderó de mi cabeza, se extendió a mi cuello y pronto sentía todo mi cuerpo entre dormido y despierto. Bajó hasta mi abdomen y ante la inminencia de lo que iba a hacer, sin haber empezado volví a gemir. “¿Cómo es que me vuelves tan loca, coño? ¡Qué rico todo lo que siento!”, exclamé ya sin la más mínima gota de pudor.

Su lengua fue el cincel que abrió y moldeó mi cuerpo en una escultura perfecta de locura. Así como en la noche profunda, cuando la penumbra que surca el firmamento se ve trasgredida por múltiples destellos de una tormenta eléctrica…así sentía mi piel por fuera y por dentro. Pequeñas y vertiginosas punzadas me recorrían desde los pies hasta los párpados. Intenté aferrarme a la sábana pero no podía abrir mis manos, acalambradas ya de la descarga eléctrica.

Su lengua era un látigo que me sometía a incesantes azotes. En mi clítoris, en mis labios, adentro, afuera. En pocos segundos sus dedos acompañaron ese vaivén dentro de mí. No sé si me excitaba más el dolor que me hacía sentir cuando tocaban fondo, o el sonido de mi caudalosa humedad chocando contra su piel. Ya no podía gemir, mis labios se habían dormido y solo podía alternar entre suspiros y profundas exhalaciones. Quería arrancarme la piel con las uñas, pero ya mis manos no respondían. Tampoco entendía al termostato desquiciado de mi cuerpo: mi pecho ardía infernalmente, mis manos sudaban, mis pies al sur estaban congelados. Ya era imposible tensar mi columna, arqueada al punto que pensé que me iba a partir en dos.

La velocidad de sus dedos y su lengua era frenética. Los párpados me dolían de la presión que ejercía en ellos. Perdía el control de mi boca que se abría y cerraba aleatoriamente. Y entonces llegó la implosión, el éxtasis, la cúspide, el imponente rayo que en medio de la noche alumbra todo alrededor: mi cuerpo tembló en su totalidad sin control alguno, mi espalda volvió a distenderse, mis manos golpeaban sin parar la cama, casi convulsionaba, todo mi rostro se durmió…

Y aquí estoy sentada, Guillermo, pensando que esa tormenta eléctrica que sentí esa noche tú jamás me hiciste sentirla en 10 años de matrimonio…lo siento, tengo que irme. Te dejo todo, no quiero pelear por ninguna pertenencia. Ahora la única pertenencia que me importa es el placer que finalmente es mío y que me lo dio ella, tu hermana. Más nunca nos verás…hasta siempre.

Irene detuvo su larga reflexión. Cerró el sobre y lo dejó sobre la mesa central de la sala. Tomó su equipaje y salió del apartamento para siempre.

8 feb 2012

Estela en la penumbra

Él era la única razón para ir a esa clase. Él y solo él. Los demás protocolos de la sociedad que señalan que no eres nadie sin un título se diluyen entre sus labios cuando está ahí, impartiendo su clase. Tan inteligente, tan articulado, tan sereno. Tan él, mi profesor Nicolás. Pero si había algo que sublimaba hasta el más trágico de mis días era su perfume. Así, cuando pasaba al lado mío y me dejaba su estela de Hugo Boss, moría y volvía a nacer. Así, así de fácil.

Esa devoción –que no era nada académica- me hacía sortear cualquier obstáculo de esta urbe hipertensa. Llegar temprano y sentarme en ese primer pupitre era mandamiento. Pero ese día el destino, Dios, el universo, la fortuna o como ustedes plazcan llamarlo, me hizo llegar tarde. Sí claro, había una razón para ello.

Me extrañó no oír su voz desde el pasillo. Mis tacones repicaban en el eco eterno de las paredes mientras me apresuraba al salón. Entro por la puerta trasera y todo está oscuro. Allá al frente se ve un video. Ese día el profesor nos proyectaba un documental para enseñarnos no sé qué. Me senté en el último pupitre, la oposición diametral de mi asiento ese día sería mi perdición. Unos segundos después soltaría mi primer suspiro. No podía ver, en realidad, pero pude identificar su aroma pasar por mi lado. Se paró detrás de mí para velar que todos prestáramos atención.

La lentitud del documental, el aire acondicionado, el cansancio acumulado. Y mis párpados empezaron a flaquear. No sé si empecé a cabecear, pero eso rápidamente cambió cuando sentí un fuerte apretón en mi hombro izquierdo. Me asusté, pensé que Nicolás me iba a regañar. Cuando intenté voltear, otra mano firme sostuvo mi nuca. Un leve susurro en mi oído: “Sshh, solo cierra los ojos”.

Oscuridad total. Solo dos cosas habían ahí. Dos manos que empezaron a recorrerme y su estela en la penumbra. Estaba embriagada con su perfume. ¿Será que notó mi eterna cara de zorra en clase? ¿Será  que vio como me mordía los labios cuando se arremangaba la camisa? ¿Será que…? Pero entonces mis párpados se tensaron e interrumpieron mis pensamientos. Sus dedos, que habían empezado en mis hombros, rozaron mis senos sobre esa mínima blusita, llegaron a mis rodillas y se devolvieron, hasta el borde de mi minifalda. De súbito esas manos firmes abrieron mis piernas. Su mano izquierda se adentró en el precipicio de mis muslos y cuando tocó mi clítoris descubierto volvió a susurrarme: “¡Oh! Qué zorra eres”. La sutileza del murmullo escondía el timbre grueso de su voz, pero en ese momento me importaban más sus manos. Prosiguió. Cerré mis ojos de nuevo. Mordí mis labios sonriendo.

Su mano derecha subió por dentro de mi camisa y empezó a magrear mis senos. Era Nicolás, eran sus manos firmes, era su aroma. Sí, lo acepto, iba a su clase sin ropa interior. Sí lo acepto, iba en minifalda. Sí lo acepto, quería que me violara ahí en su escritorio. Pero la realidad terminó superando a la fantasía: todos estaban ahí, absortos, siendo testigos ciegos de mi propio placer. Sí, lo acepto, no tardé ni cinco segundos en mojarme. Sus dedos eran mi delirio, verlos siempre cómo agarraban el marcador en la pizarra. Ahora ahí, entre mis labios, resbalando por mis fluidos, apretando mi clítoris, apretando mis pezones, volviéndome loca.

Primero fue su dedo índice, e inmediatamente después se le sumó el dedo medio. Cuando los sentí en lo más profundo de mí, apreté mis labios. Su otra mano lo notó y me tapó la boca. Sus dedos empezaron a penetrarme como ningunos nunca lo habían hecho antes. Empecé a respirar aceleradamente, pero tratando de que nadie oyera. Era como estar en una cápsula de placer. Están ahí, pero nadie te ve, nadie te oye. Mi espalda se arqueó. El orgasmo no suele llegar tan fácil a mí, pero él era mi perdición. Apenas eso ocurrió puso en mis labios el costado de su mano. Entendí y la mordí. Así no gritaría.

Mis dientes se posaron en su piel. Mis manos apretaron los bordes del pupitre. Mi mandíbula apretó ligeramente su mano. Los dedos de mis pies se cerraron de golpe. Mis dientes se afincaron más. Un leve temblor recorrió mis muslos. Sus dedos me penetraban sin parar, empapados, lubricados, bañados de mí. Si apretaba un poco más mis párpados probablemente los borraba de mi rostro. Mis dientes cercenaban su piel. Apreté más mis manos sobre el pupitre. Sus dedos aumentaron la velocidad. Un tercer y último susurro: “acaba para mí, perra”. Y esas fueron las palabras mágicas. Todo mi cuerpo tembló. Mis ojos se abrían, se cerraban, se volvían a abrir. Me dolían las manos apretadas contra la madera. Cerré mis piernas, pero ya su mano izquierda no estaba entre mis muslos, tampoco en mi boca. Tiritaba, desde la planta del pie hasta el último cabello. Un orgasmo infinito recorría mi espina dorsal. No podía enderezar mi espalda. ¡Dios! Este hombre es mi perdición.

Pero abruptamente tuve que componerme. El documental terminó, la luz se prendió y su voz seca volvió a dominar el recinto: “lo que acabamos de ver es una muestra de…” Y ahí, ahí, tratando de contener mi cuerpo, fue cuando el placer se mezcló con el pánico. Él no estaba parado detrás de mí. No había nadie ahí detrás de mí. ¿Me quedé dormida?, ¿estaba alucinando? Lo deseo, sí, pero no para volverme así de loca. Empecé a recoger mis cosas. Todos empezaron a salir. Estaba atónita, no entendía qué me había ocurrido. Cuando volví a sentir pasar la estela de Hugo Boss por mi lado, pero no era Nicolás. Volteé a la entrada del salón. Ahí estaba Cecilia, la que me pretendía desde el primer día. Pero no, yo no soy lesbiana. No me gustan las mujeres. Me miró con desenfado. Olfateó con perversión sus dedos índice y medio, sonrió con maldad y se los chupó completos. Me picó el ojo y salió del salón.