18 abr 2011

Arrancarte la inocencia

rotismo
Tu faldita va a caer entre mis manos. Y desde abajo, de rodillas, te veré mientras te desnudas para mí. Moverás tus caderas sinuosamente. Sé que eres virgen, pero también sé que la lujuria recorre toda tu piel. Ahora te voltearás, dejarás esas nalgas morenas a escasos centímetros de mis labios mientras te inclinas hacia adelante para quitarte los zapatos. Yo te levantaré la pierna hacia atrás mientras lentamente te quito esas medias de delicada tela. Se transparentan, puedo ver tus pies canela. Muerdo mis labios y trago un poco, estoy salivando mucho. Te incorporas nuevamente y acercas más tus nalgas a mi rostro. Puedo aspirar todo tu olor a hembra que pide ser poseída. Mis pulmones se llenan de tu esencia y mis ojos se cierran, mi cuerpo ya está dopado por tu aroma.


Yo seguiré ahí, de rodillas. Desde aquí te ves gigante y puedo apreciar cada rincón de tu cuerpo. Paulatinamente vas desabotonando tu camisa. Hazlo lento, cada botón que descubre un pedazo de tu abdomen aumenta mi excitación. Veo tu ombligo ahora, siento ganas de sumergirme en él. Me echo aire con la mano, quiero comerte primero con la vista pero me cuesta aguantarme. Cuando abres tu camisa en el pecho y no veo sostén en tu regazo, siento un fuerte vacío en mi estómago. Mi frente suda, entre tanta vestimenta este calor hace estragos en mí.


Me pongo de pie y me acerco a ti. Pero ocultas tus senos entre tus brazos como si estuvieran desnudos. Das un ligero paso hacia atrás, bajas tu mirada y muerdes tus labios con temor, como si estuviese a punto de reprenderte. Lo entiendo, estás acostumbrada a ello. Te dejo continuar, que la temperatura en tu vientre vaya ascendiendo a tu propio ritmo, sé que con solo verte y desearte tú te excitas más y más.


Finalmente tu pequeña camisa cae al piso desde tus brazos. Tu cuerpo es un espectáculo ante cualquier mirada. Tus pequeños pies, tus delicadas piernas, la entrepierna depilada, tus senos firmes, no muy grandes, no muy pequeños. Tus manos cuando sueltan la cola que sostiene tu larga cabellera negra que cae sobre tus hombros. Solo tus lentes de pasta blanca y una pequeña corbatita azul es lo que queda en contacto con tu piel.


Te acercas a mí y pones tus manos sobre mis hombros. Me miras con deseo y pudor. Tus manos, entre torpeza y nervios intentan quitarme mi ropa, pero no lo logran. Yo coloco mis manos sobre tus muñecas, miras rápidamente cómo te domino. Me enloquece tu mirada, es una mezcla entre ingenuidad y lujuria. Subo tus manos y te acorralo contra la pared. Cuando tu cuerpo choca contra la superficie dura de hormigón, del siglo 15, gimes, cierras los ojos y empiezas a sentir cómo mi lengua recorre tu cuello y va bajando hasta tus senos. Tus pezones se pierden entre mis labios, mientras mi lengua los recorre sin cesar.


Mientras recostada contra la pared, abres tus piernas y me miras. No pronuncias ni una palabra, solo gimes y respiras agitadamente. Me invitas a masturbarte. Mi mano derecha sigue apresando tus manos contra la pared, la izquierda baja al encuentro de tu clítoris palpitante, húmedo, colonizado ahora por mí. La conquista de mis dedos. Te volteo, te agarro por la nuca y te presiono contra la pared. Veo tus uñas color frambuesa mientras tus manos se apoyan de esos grandes bloques añejos. Mi mano izquierda continua masturbándote, la derecha se pasea por tus senos, los aprieta, los masajea, los disfruta. Volteas tu rostro y me invitas a besarte. Nuestras lenguas se funden en el eco de ese recinto medieval. Nadie nos oye a excepción, seguramente, de esa gran Virgen María que con sus brazos abiertos nos escolta en nuestro encuentro clandestino.


Te pondré de frente a mí nuevamente. Te diré que mires a la Virgen, eso es lo que dejarás de ser hoy porque serás para mí. Me arrodillo nuevamente y a la altura de tus senos ya empiezo a sentir otra vez el aroma que emana de tu humedad. Abres tus piernas instintivamente y yo me sumerjo dentro de ti. Saboreo tus jugos sin dejar escapar ni una gota, me arremango esta larga manga que tapa toda mi piel y entonces finalmente dos dedos míos entran en tu vagina. Eres mía. Vas a gemir como nunca lo has hecho en tu vida y el eco de este seminario me devolverá multiplicado por mil tu gozo.


Voy a seguir masturbándote y comiéndote para regalarte el primer orgasmo de tu virginal existencia para que descubras lo que es el placer…


En ese momento Amanda tuvo que dejar de leer, sintió que alguien se asomó al salón donde se había quedado sola desde hace un buen rato. Su cuerpo estaba febrilmente alterado y aún su piel morena no podía ocultar el enrojecimiento de sus mejillas. Se sumergió tanto en esa carta que no detalló su mano entre sus piernas que la masturbaba sutilmente. Su corazón latía sin freno. Se imaginaba que su primera vez iba a ser como la de cualquiera. Pero que fuera tan diferente le arrancaba los suspiros. Volvió a abrir el papel a medio doblar y se dirigió al último párrafo, no soportaba la ansiedad:


Te espero dentro de una hora en el último salón de oraciones, donde está la Virgen de la Medalla Milagrosa. Dejaré la reja abierta, a esa hora ya no hay nadie por ahí. Serás mía finalmente y podré arrancarte la inocencia.


Amanda respiró profundamente, nunca se imaginó que unas miradas sugerentes mientras la hermana Fernanda la reprendía a reglazos en sus manos, la convertirían finalmente en el objeto de su deseo. A medianoche la Virgen las escoltaría al umbral del placer.

10 abr 2011

Nelson

Ya eran las 9 de la mañana. Noemí decidió dormir un rato más. No había mayor cosa qué hacer en la casa y Nelson se había ido hace una hora. Su hija estaba unas cuadras más allá, en casa de su mejor amiga. Era la mañana de un sábado cualquiera, un poco calurosa, un poco fría. Pero calmada y propicia para seguir durmiendo.


En una sencilla pero delicada ropa interior blanca –como le gustaba a Nelson- que contrastaba con su piel negra y brillante. Enredada en las sábanas. Dueña de la cama. Así la encontró Nelson cuando abrió la puerta del cuarto. “¿Negro que estás haciendo aquí?, ¿por qué te devolviste?, ¿no tienen que ir a terminar la terraza en casa de tu mamá?”. Pero él guardó silencio durante unos segundos y se zambulló entre las sábanas con ella.


Sus manos recorrieron delicadamente su corteza de ébano. Sus labios refrendaron lo que sus manos. “Ay negro, qué rico, no sabía que tenías ganas hoy”. Él siguió en silencio, estaba concentrado en disfrutar de su esposa. Veinte años después del “sí, acepto”, él aún le hacía el amor apasionadamente. No era para menos, Noemí era una negra como muchas y como pocas. De pura cepa barloventeña, de curvas refinadas y sinuosas. Senos perfectos. Nalgas envidiables. Ya llegaba a los 50, pero eso no amilanaba su lozanía.


Nelson la desnudó sutilmente, iba paso a paso, asegurándose de que ella sintiera todos y cada uno de los besos y caricias que él le brindaba. Su cuerpo respondía e iba excitándose como nunca lo había hecho. No era morbo, no era lascivia. Era romance, era deleite, era pasión. Y así, ya estaba húmeda. Esperando a Nelson para que la hiciera suya nuevamente. “Negrito, qué rico todo esto, pero ¿por qué te devolviste? No entiendo”. Él colocó su dedo índice en medio de sus voluptuosos labios y respondió: “Perlita, solo disfrútalo. No tengo mucho tiempo y quise devolverme porque me fui sin despedirme bien”. Ella, negra como un azabache, y él, blanco como el algodón. Sin embargo ella le decía “negro” y él le decía “perlita”.


Noemí abrió sus piernas, entregándose por completo a su esposo. Nelson la penetró y se inclinó sobre ella. Empezó a hacerle el amor como nunca se lo había hecho en 20 años, tal vez ni siquiera como la primera vez. Las manos de ella recorrieron su blanca espalda mientras le decía al oído “te amo mi negro, te amo. Me haces la mujer más feliz del mundo”. Noemí sentía que estaba flotando, podía sentir cómo cada centímetro de su piel se erizaba en oleadas masivas que iban y venían. Sus ojos estaban cerrados, pero sus párpados se transparentaron y le permitían ver esa sonrisa sempiterna que la llenaba de amor todos los días. Era feliz


Nelson fue aumentando el ritmo poco a poco, mientras su mano derecha rodeaba su nuca y la acercaba a sus labios para sellar el orgasmo celestial en un beso eterno. Noemí explotó por dentro y su levitación fue llevándola poco a poco a su cama. Ahí reposó plácidamente mientras exhalaba placer y felicidad por cada poro de su piel. Nelson sonrió nuevamente, secó el sudor de su frente y la besó. “Te amo perlita, te amo hoy y siempre”. Ella no pudo pronunciar más palabras.


Él se levantó de la cama, y antes de vestirse para volver a la faena, salió a la cocina a tomarse un trago de ron. A ella nunca le agradó que hiciera eso, pero ya lo aceptaba. Noemí se quedó ahí en la cama, desnuda, ligera. Satisfecha.


Se quedó acostada mientras oía a su “negro” afuera haciendo ruidos en la cocina –siempre los hacía-. Y de repente la insistencia del timbre del teléfono la sacó de su reposo. “Es sábado y son las 12 del mediodía, ¿quién podría estar insistiendo tanto en llamar?”.


-          ¡Mamá! ¿Por qué no atendías? No puede ser…no puede ser… -estruendosos sollozos interrumpían las palabras de su hija- mi papá se acaba de morir. ¡Se acaba de morir mamá! ¡Se murió!...se nos fue…


Noemí quedó paralizada, estupefacta, su mirada se perdió en la brevedad de sus cuatro paredes. Rápidamente corrió hasta la cocina, donde hace segundos estaba oyendo a su esposo acomodar algo. Pero no había nadie. Su bolso no estaba en el sofá. No había ni rastro de él, ni su perfume. Desolada, cayó al piso arrodillada y explotó en llanto. Sus lágrimas hicieron un torrente vertiginoso por las curvas de su cuerpo desnudo. Y entonces esas palabras hicieron eco en su mente: “No tengo mucho tiempo y quise devolverme porque me fui sin despedirme bien”.


Ya vestida, abrió la puerta de su casa y se quedó viendo hacia la calle, hacia la nada. Volvió a llorar profundamente mientras miraba el cielo. La mitad estaba nublada, la otra mitad soleada. Era como el contraste entre el blanco y el negro de sus pieles. Sí, Nelson se había ido para siempre. Es cierto que no tuvo mucho tiempo, pero aun así, pudo despedirse de su esposa, de su “Perlita”, de su Noemí.

Este relato está dedicado a mi tío Nelson, que se fue de este mundo el 9 de abril de 2011. Nos dejó su sonrisa y su alegría, no hay dolor ni pesadumbre. Él nos hizo feliz y así lo recordamos. Allá donde estás, espero que puedas leer esto y llevarte contigo esas palabras que le dije a mi mamá cuando tenía 8 años: “Mamá, Nelson es mi tío favorito”. Así es y así siempre será. Hasta siempre viejito.

9 abr 2011

Mi propio reflejo

“Creo que el sueño que tuve anoche me cambió la vida para siempre. Hoy no es cualquier día”. Así empezó ese sábado para Marcelo, lleno de dudas y sensaciones que jamás había sentido. Era muy temprano y ya Gabriel estaba en su casa, como habían acordado para tratar de arreglar la Cherokee. La hija predilecta de Marcelo que lo había llevado hasta el fin del mundo.


-          Dale pues, cuéntame de una vez qué soñaste. Aunque ya me imagino,  tú eres medio raro con tus cosas- le replicó Gabriel mientras destapaba dos cervezas.

Bueno viejo, siéntate, que esto es bien grotesco y me imagino tu cara cuando termine. El asunto es así: yo entré a una habitación, ¿sabes? Una habitación cualquiera. Todo estaba oscuro, pero podía ver cada detalle del cuarto. Las paredes vino tinto, los cuadros surrealistas a cada lado de la cama. La misma cama negra. Una sábana beige muy sobria. Los demás muebles negros. En la esquina un espejo completo, de marco negro también. Y ahí, en la cama, esa persona durmiendo, esa persona que era la razón de mi presencia. Y te digo ‘esa persona’ porque no podía verla bien. Podía detallar cada rincón del cuarto, pero a ella solo la veía como una silueta en la oscuridad. Arrinconada entre almohadas y durmiendo plácidamente.

Yo estaba desnudo y con una erección que jamás he tenido en la realidad. De hecho hasta me lo veía más grande, pero bueno así son los sueños. Era extraño, yo sabía que estaba ahí, pero tampoco podía verme claramente, solo percibía mi propia silueta. Y con el pene [aún entre amigos, Marcelo no dejaba de ser formal] entre las manos. Lo que tenía era unas ganas desbordadas de saltar a la cama. Y así lo hice.

Gabriel empezó a entrar en la tónica del sueño y, en efecto, ya estaba abriendo la tercera cerveza. De por sí, era un día caluroso.

Tomé sus pies y los paseé por mi pene. Me despertaban un morbo inmenso esos pies. Y yo que ya lo tenía húmedo de mi propia excitación. Me masturbé un rato así, hasta que decidí voltearla y dejarla boca abajo. Empecé a besar y lamer cada centímetro de sus piernas, poco a poco, sin apuro. Llegué a sus nalgas. Las apreté salvajemente. Las mordí. Las lamí hasta no dejar ni un rincón. E impulsado por un morbo nuevo para mí, las abrí y empecé a comerme su ano, lo lamía sin parar. En ese momento, esa persona ya se había despertado, pero se dejó llevar por el placer. Mis manos recorrieron su espalda primero, luego mis labios. Llegué hasta su cuello y ahí me mantuve, mientras podía ver cómo sus manos apretaban la sábana y cómo mordía su almohada. La volteé, me coloqué encima de ella, y empecé a cogérmela por la boca. Qué sensación tan divina mi pene chocando contra el fondo de su boca, ver cómo hacía arcadas, y mientras más las hacía más duro y rápido se lo metía. Sentía que mi pene medía un kilómetro y quería que lo sintiera todo.

Lo saqué de su boca. Subí sus piernas para que sus pies quedaran a la altura de mi boca. Los seguí lamiendo. Aún tenía la imagen de ese culito apretado en mi cabeza, quería rompérselo. Quería hacerlo mío. Bajé mi mano, ubiqué mi pene en su ano, y lo penetré. Y entonces el sueño se convirtió en un ruido estridente, todo en la habitación pareció estremecerse, distorsionarse. Sus sutiles gemidos se convirtieron en un grito anecoico, seco. Y ahí, Gabriel, al oír su grito, ahí me llené de pánico. ¡ERA UN HOMBRE! ¡ME ESTABA COGIENDO A UN HOMBRE, VIEJITO!

A Gabriel se le devolvió el trago de cerveza y casi lo escupe. Parecía que se le iban a salir los ojos de sus órbitas.


-          ¿Qué mariquera es esa Marcelo? ¡Coño ahora sí me resolví! ¿Y qué se supone que te cambió ese sueño? ¡Cuidado con una vaina!

Sin embargo –y sin mencionarlo- la leve erección que sentía Gabriel no desapareció con ese anuncio.

Pero escucha coño, solo fue un sueño. Por eso te lo estoy contando. A pesar de que sabía que me estaba cogiendo a un hombre eso no bajó mi erección. Al contrario, se me puso más duro, sentía que casi me latía. Y seguí embistiéndolo con más fuerza. Oír gritar a una mujer excita, pero oír gritar a un hombre desquicia. Sentir ese ano apretado, virgen, siendo desgarrado por mi pene. No sé cómo describírtelo Gabriel, pero ya no lo estaba cogiendo. Lo estaba destrozando.

Pero la peor parte del sueño estaba por venir: la penumbra empezó a disiparse y finalmente pude verle la cara. ¡ERA YO! ¡Ese hombre que me estaba tirando era yo! Y ahí el pánico se convirtió en horror: ¿si el hombre penetrado era yo, entonces quién era yo que me lo estaba cogiendo? Se lo saqué, y un entrecortado gemido salió de su (mi) boca. “No pares, sigue, anda”. Corrí hacia el espejo como si estuviera a kilómetros de distancia. Cuando me paré frente a él, la sombra que cubría mi rostro desapareció y era yo también…

Marcelo seguía relatando su sueño erótico. Su placer ególatra. Se había hecho el amor a sí mismo. Pero le había hecho el amor a un hombre también. Gabriel lo miraba fijamente, pero Marcelo ya no sabía cómo lo estaba mirando. Tenía sus ojos cerrados mientras contaba. “Cuando me paré frente al espejo me quedé viéndome fijamente mientras que en el mismo reflejo veía a ese hombre (a mí) de sinuosa figura esperándome en la cama. Llamándome con su dedo índice. Mi excitación solo iba en aumento. Seducido por mi propio reflejo, empecé a acariciar mis labios, esos que hacía segundos me habían recorrido la espalda...”


Marcelo, dopado por una mezcla entre el sueño y la realidad comenzó a acariciar sus propios labios, sin notar que no eran sus dedos los que los acariciaban. Abrió los ojos finalmente y vio a Gabriel a centímetros de su boca, mientras acariciaba sus labios. Gabriel se lanzó encima de él, mientras sus bocas poco a poco se acercaban en medio de la caída. Marcelo no lo detuvo.

6 abr 2011

Sudor sobre las tablas

-       ¡No, coño, no! ¡Así no! ¿Es que ustedes nunca han tirado en sus vidas? ¡Pero tirado, coño! ¡Tirar, así como si se les fuera la vida! ¡Como si quisieran despedazar a la otra persona! ¿Son vírgenes o qué?
El director de la obra estaba iracundo. Golpeaba la utilería, se jalaba los cabellos. Estaba harto de repetir una y otra vez esa escena. Que no era otra, por cierto, sino la escena cumbre de la obra. “¡La cúspide de la sensualidad humana es el ballet, ¿dónde está la de ustedes?!”, le gritaba a la pareja protagónica, pero sobre todo a ella, a Elisa. A esa mujer tan perfecta para ese papel. “Tú olor me indica que tienes algo dentro de ti para este personaje, pero no lo sacas”, le repetía el director. Y cada vez que él decía “olor” sus mejillas marfiladas se volvían carmesí. “¿Olor?, ¿y a qué oleré yo según este?”. Agachaba la cabeza entre una mezcla de pena y de nervios.
-       Vamos a terminar por hoy, esto me tiene harto ya. Pero tú no Elisa, tenemos que hablar.
Y así quedaron solo ella, el director y un foco prendido sobre ellos en esa oscura sala de espectáculos que olía a humedad caoba, a polvo teatral, a aplausos añejos. “No necesité ver mucho de ti cuando hice el casting, no entiendo por qué ahora no haces lo que tienes que hacer, Elisa”, el director la miraba fijamente, con soberbia. Ella seguía cabizbaja, sentada con las manos resguardadas en la entrepierna, sobre esa mesa donde se suponía que debían hacerle el amor. Dos pasos más y él terminó al borde del lóbulo de su oreja izquierda diciéndole “tú puedes interpretar este papel, yo lo sé, me lo dice tu olor”. Y sintió de nuevo que la palabra “olor” retumbaba en sus oídos, sus manos se apretaron una a otra, un cosquilleo recorrió su vientre y sus pezones se asomaron entre la malla que llevaba. Se notó.
-       Usted está equivocado conmigo – sus mejillas ya no ocultaban el rojo intenso de la pena- yo no sé hacer este papel y menos aún sé de qué olor me está hablando. Lo dice como si oliera a perra en celo…
“Perra en celo”, pero ella no terminó de decir esa frase cuando lo vio alejarse e ir tras bastidores, pero no por mucho. Volvía con un pedazo de soga entre sus manos. Ella no entendía qué pasaba. Él la volteó bruscamente  y le tomó los brazos violentamente. Se abalanzó sobre ella, inmovilizándola contra la mesa y ató sus manos. El pánico se apoderó de Elisa, pero una leve humedad brotó en su entrepierna. Ella la ignoró…en un primer momento
-       ¿Pero qué estás haciendo? ¡Suéltame! ¡Enfermo, pervertido! ¿Suéltame hijo de puta qué me vas a hacer? – gritó ella con la voz quebrada.
Él la volvió a voltear bruscamente. Esta vez sus pezones parecían romper la malla que llevaba puesta. Su cara estaba más roja que nunca, lo miraba con miedo y un dejo de excitación. Sus ojos estaban a punto de llorar. “¿Que no sabes a qué hueles?, ¡ASÍ!”, y metió su mano dentro de la tímida malla rosa decolorada y la masturbó bruscamente. No le sorprendió que estuviera mojada a estas alturas. Ella se mordió los labios para no gemir y cerró sus ojos con fuerza. “¡Hazlo!, ¡hazlo, te estoy diciendo!”, le gritaba el director a medida que la masturbaba con más violencia. Elisa no resistió mucho más y soltó su boca en un profundo y ensordecedor gemido que creció con el eco de la sala. El director sacó su mano y restregó sus dedos toscamente en la nariz de Elisa.
-       Sí hueles a perra en celo, ¿lo ves? Así tienes que interpretar tu papel. ¡Así!
-       Enséñame. Enséñame a sentir lo que debo interpretar ese día- jadeaba Elisa mientras le rogaba a su director que la dirigiera.
Ella quedó nuevamente boca abajo sobre la mesa. Sus piernas entrecruzadas suspendidas en el aire. Sus manos recorrieron sus brazos atados al compás de los pizzicatos de los violines. Un súbito in crescendo llevó su boca al cuello de ella y en el punto más alto, la mordió. Sus manos bajaron lentamente hacia su cintura y volvieron a masturbarla. Sonaba un compás de violines y otro de sus gemidos, y así alternaban la sinfonía del placer. Unas trompetas solemnes irrumpieron altivas mientras sus manos atadas se apretaban aún más, ella cerró los ojos con más fuerza, apretó sus dientes y el sudor de su cuerpo ya recorría la tabla de la mesa. Él rompe su malla y empieza un vaivén entre caderas con violencia mientras ella alza su cabeza por la tensión en su espalda. El placer la invade y la implosiona por dentro a medida que los violines se convierten en un enjambre caótico de gemidos, jadeos, placer, humedad, sexo y solo sexo.
Ella volvió a apretar sus manos dentro del nudo de soga que rodeaba sus muñecas. Sus piernas se entrecruzaron casi hasta parecer eslabones del más templado acero. El último alarido orgásmico arropó cualquier armonía entre instrumentos musicales mientras los violinistas sudaban nerviosos. Solo ese grito de placer pudo ser ahogado por la ovación apabullante que inundó la sala de teatro. El público, en una mezcla de sensaciones que iban desde pudor hasta ansias, no dejaba de aplaudir. Y afuera, “Sudor sobre las tablas” se convertía en la obra más comentada de la ciudad. Todos querían ir a verla.

3 abr 2011

Hagamos el amor aquí

La reunión familiar. La típica, eterna y monotemática reunión familiar. “¡Ay chica, pero cuánto has crecido! Yo te conocí cuando eras así, chiquitita”. Y al comentario lo sucedía una mirada de indiferencia y adjunta, una sonrisa diplomática. Sin embargo, esa indiferencia se convirtió en deferencia cuando Rosalba lo vio allá, en la otra esquina de la sala. Sí, Néstor era uno de esos que enfilaba la lista de “yo te conocí cuando eras así, chiquitita”, aunque, a decir verdad, no la conocía desde tan pequeña. Era amigo de sus padres desde hace unos años. Pero además de eso, Néstor era su profesor en la universidad y eso, últimamente, para ella se había convertido en una tilde de “interesante” sobre él.

Néstor la vio de lejos mientras masticaba un pasapalo. Asentó ligeramente la cabeza para saludarla, mientras alguien le hablaba de la crisis política del país, de los malandros, de la inflación. Ella sonrió efusivamente –sus mejillas también-. Él caminó entre la gente, se dirigió a esa otra esquina de la casa donde estaba ella. Pero no era a ella a quien buscaba, sino al sofá. Las conversaciones, las risas, los tragos, la música, el sonido del vidrio chocando en un brindis. Néstor tenía su mirada en todos lados y en ningún lado. Rosalba no, su mirada estaba prendada a él, lo miraba de arriba a abajo. No solamente su “profe” era muy interesante, sino que su presencia rompía la monotonía de esa reunión cíclica, soporífera, interminable.

Néstor eventualmente iba a toparse con esa mirada magnética. Volvió a sonreír levemente, asintió de nuevo, pero no apartó los ojos. Aunque Rosalba era una alumna más, pues, no era una alumna más. De todo el conjunto, se quedó escudriñando sus ojos a través de esos lentes negros de pasta que la hacían tan interesante. Para él, en realidad, porque tenía una especia de fetiche hacia las mujeres con lentes. Ella bajó su mirada solo para escribir un mensaje –o responderlo- desde el celular. “Seguro estará conversando con el novio, mejor me dejo de pendejadas”, pensó Néstor.

Y entonces el teléfono del “profe” suena, vibra y su corazón palpitó un poco más al leer “me encanta como se te ve esa chaqueta”. Con la cabeza dirigida al celular, él la vio de reojo hacia arriba. Su sonrisa era otra esta vez y empieza a escribir para responderle. Borra lo que escribe. Empieza otro mensaje, luego de “Rosalba…”, vuelve a borrar. Finalmente deja la pantalla en blanco mientras piensa “a ver, qué le respondo”. Pero no tuvo tiempo: llegó otro mensaje. “Néstor ¿a ti te parece que yo soy atractiva?, ¿que tengo buen cuerpo?”.

-       ¡Joder! – pronunció en voz alta Néstor, mientras lo demás voltearon a verlo con curiosidad.

“Cierto que esto es un gentío, mejor sigo callado”, se reprochó y le respondió: “Sinceramente, Rosita, sí, eres una mujer muy atractiva”. Por alguna extraña razón ella sintió que tenía el control de la situación y no dudó en aprovecharse de eso. “Sí, me lo imaginé por la forma en que me miras cuando estás dando clase”. Néstor tenía mucho temple, pero eso no evitó que una gota de sudor bajara por su frente y replicó “¿Sí? ¿Y cómo se supone que te veo?”. Y ella: “¿tú crees que no me he dado cuenta? Apenas me volteo tú me miras de arriba abajo. Más de una vez te quedas viéndome fijamente mientras esperas a empezar a dar la clase”. Ya no era una gota de sudor la que bajaba por la frente de Néstor, era un torrencial de nervios y ansiedad.

Rosalba se dio cuenta, su sonrisa pícara la delataba y prosiguió: “¿Sabes qué he querido que pase siempre? Que mandes a todos a salir del salón, y que cuando yo esté saliendo me llames aparte. Tú cierres las puertas y me poseas ahí mismo, en tu escritorio, con desespero, con lascivia, con intensidad”. Néstor volteó rápidamente a buscar a los padres de la muchachita, como si acaso ellos estuvieran “oyendo” esa conversación. “Bueno Rosita, ¿quién dice que eso no podría ocurrir? Me lo dices como si no fuera a pasar nunca”.

-       ¡Qué interesante! – pensó para sí, ella – Entonces vamos a subir las apuestas.

“Néstor, hagamos el amor aquí, hazme tuya de una vez”. Sus ojos se abrieron rápidamente y su trago se le resbaló de la mano. Afortunadamente solo cayeron hielos al piso porque ya se lo había tomado. Nuevamente, todos voltearon a verlo “¿y a este qué le pasa?”. Se jaló la chaqueta hacia abajo como si eso le devolviera la compostura y sostuvo el celular de nuevo: “¿Aquí? ¿Estás segura Ros? ¿Pero cómo? ¿Dónde? No es posible ahorita”. Y ella sonrió maliciosamente de nuevo  moviendo la cabeza de un lado a otro incrédulamente: “No chico, hagamos el amor AQUÍ, en los mensajes. Lo hacemos enfrente de todo el mundo y nadie nos ve, ¿qué te parece? Dime, ¿cómo me lo harías?”

Entonces el tiempo se detuvo. Todo se puso en pausa. Nadie se movía. Néstor se levantó y se dirigió hacia Ros, Rosita, Rosalba. Le agarró por la cintura, la cargó, la llevó a la gigantesca mesa del comedor y la sentó al borde de la mesa. Abrió su camisa blanca de botones de un golpe. Con desespero abrió su pantalón y lo bajó de un tirón. Ella de solo ver eso empezó a gemir. “Sí, eso, tómame, poséeme, maltrátame”. La volteó solo para admirar su cuerpo semidesnudo: el hilo que separaba sus nalgas, su espalda desnuda y sin sostén y ahí, arriba a la izquierda ese tatuaje que tanto lo desquiciaba. “¿Qué esperas coño? ¿Que todos se den cuenta que me estás violando aquí?”. Y Néstor se acercó a ella por detrás, le jaló el cabello y le susurró al oído: “Nada, ahora sí vas a ser MI alumna. Mía, toda mía”. Rápidamente abrió su pantalón que ya no aguantaba la presión de su miembro erecto y palpitante. La agarró del cuello y recostó así sobre la mesa. Bajó su panty y la penetró sin miramientos, su humedad dio para eso y mucho más. Un estruendoso gemido pasó entre los oídos de sus padres, padrinos, tías, vecinos. “Así querías que te diera tu profe ¿no?”. Ya Rosalba no respondía, cualquier respuesta se ahogaba entre gemidos, sus manos apretaban el mantel de la mesa con ahínco, sus mejillas sonrosadas de la excitación. “Más, más, más”. Néstor la jala del cabello para alzarla levemente, desde atrás aprieta sus senos y se apoya de ellos para embestirla sin piedad. Sus gemidos –ahora gritos, ahora alaridos- rebotan como ecos de las paredes detenidas en el tiempo. Armonía errática de placer. “Profe, tú eres mi único profe, soy tu alumna, solo de tu propiedad. Haz conmigo lo que quieras”. Estas palabras elevaron el morbo de Néstor a cotas inimaginables. La volvió a jalar del cabello, la arrodilló frente a él, se masturbó ferozmente y acabó ahí, en su cara, llenándola de su esencia que sabía que la convertía en esa, SU alumna. Sonreía plácidamente mientras transpiraba y dejaba de gemir.

Y súbitamente el tiempo volvió a su curso lentamente, como una película que va de cámara lenta a pausa, y de pausa a rodar nuevamente. Néstor y Rosalba se miraban fijamente, todas las luces estaban apagadas y solo brillaban las dos pantallas de sus celulares. La frente de él sudaba sin parar, las mejillas de ella no ocultaban el rubor. Sus ojos se miraban fijamente, sin parpadeos. Pero inmediatamente habría de romperse este puente visual: ya era la hora de cantar cumpleaños.

1 abr 2011

La niña, la quinceañera

“Mi Ramón bello, ¿cómo estás?”. Así decía el mensaje de texto que sacó a Ramón de su letargo mientras esperaba a Francisco en la sala de su casa. Había ido a buscarlo, pero aún no llegaba. Lo esperaba somnoliento en el sofá.

Este era el último de una retahíla de mensajes inapropiados entre él y Natalia. Y cualquiera diría “inapropiado” porque ella es la hermana menor de Francisco. De Francisco. De su mejor amigo de la niñez. De ese que cuando jugaban carritos, estaba al lado una bebé gateando: Natalia. Ahora es una chica de 15 años, de sensualidad incipiente, escribiéndole “mi Ramón bello”. En realidad el intercambio de mensajes empezó sin ningún tipo de interés. Ella necesitaba ayuda con una tarea de matemáticas y Francisco -que de números sabe lo que ella sabía de lo que estaba a punto de aprender- le dio el número de Ramón, estudiante del noveno semestre de ingeniería civil, orgullo de la familia. Aunque eso no viene al caso. Vayamos al caso. Ramón sencillamente vio el mensaje y le llamó la atención que le dijera “bello”, y mientras veía la vasta pulcritud de la casa de su amigo, volvió a vibrar el celular:


-          Hoy amanecí pensando en ti- agregó Natalia al primer mensaje.


“Vaya, esta no me la esperaba”, murmuró Ramón. Innecesariamente, porque estaba solo en esa gran casa. Cuando llegó le abrió la mamá de Francisco, luego lo dejó ahí y salió.

-          ¿Sí Nati?, ¿y qué estás pensando? – tecleó rápidamente Ramón.

-          En lo que me dijiste anoche, me causó muchísima curiosidad.
-          Anoche te dije muchas cosas, ¿qué te causó curiosidad?

Ramón sí sabía “qué” cosa, pero quería hacer la conversación más explícita. En realidad él no tenía ninguna intención con la hermanita de su amigo. Solo era un momento apropiado –aburrido- para tener una conversación de ese tipo.


-          Lo del calorcito que sientes cuando te excitas – escribió Natalia a la par que se mordía el labio inferior.

-          ¿Y? ¿lo estás sintiendo ahorita? – respondió osadamente Ramón.

Las dos manos que sostenían el celular de Natalia temblaron a la par de ese mensaje y la impresión hizo que se mordiera el labio más fuerte. Sintió un poco de dolor. Se incorporó rápidamente y respondió. “Sí”. Sintió que se ruborizaba y que el calor dentro de su pecho empezaba a bajar a sus entrañas.


-          Pero cuéntame mejor, ¿qué estás sintiendo? – la incitaba Ramón.


Para describir lo que Natalia estaba sintiendo se puso la mano en el pecho. Su mano fría –de los nervios- la causó una curiosa sensación sobre su piel. Seguía escribiendo, a medida que su mano se adentraba en su propio pijama y sentía sus pezones ligeramente erectos. El tacto frío de su mano solo los paró más. El calor que sentía en su estómago bajó hasta su entrepierna y subió hasta su cabeza. Ya no había ni un centímetro de su cuerpo que no estuviera estremecido. La coordinación entre sus manos era perfecta: mientras una tecleaba lo que iba sintiendo, la otra recorría su piel. Dibujaba los mensajes de texto. A Ramón lo sorprendió una paulatina erección, pero no podía hacer nada: no sabía cuándo llegaría Francisco.


Su entrepierna era la zona más caliente de su cuerpo. Su mano, la más fría. Cuando ambas partes se encontraron, Natalia sintió un fuerte apretón en la boca de su estómago. Empezó a sudar, poco a poco. Notó que estaba muy húmeda, tanto que bañó hasta sus muslos. Soltó el celular un momento y decidió quitarse el hilo mínimo que tenía. Su mano empezó a pasearse por los húmedos labios mientras tímidos gemidos se escapaban entre sus labios. Su dedo índice rozó su clítoris, pero eso no duró mucho. Estaba tan mojada que su mano siguió bajando y casi como por inercia dos de sus dedos la penetraron. Natalia empezó a sentir cada vez más calor, sentía que le costaba respirar. A su mano izquierda le costaba seguir escribiendo, pero lo hacía. Ramón simplemente estaba anonadado. “Esto no me lo esperaba, para nada”.


El nivel de humedad que bañaba a Natalia era tal, que a pesar de su virginidad quinceañera no sintió dolor alguno. Al contrario, el calor, la velocidad, el sudor y sus gemidos iban en aumento a medida que se penetraba con más velocidad. De vez en vez tenía que respirar muy profundo y exhalar con fuerza porque le costaba respirar. Estaba muy excitada. Ramón veía la pantalla del celular como si estuviera viendo la escena en vivo y directo. No podía creerlo. Sus manos estaban heladas y sus ojos abiertos, casi sin parpadear. Ya la erección era evidente y hasta salivaba un poco más de lo normal. “Y ahora llega Francisco y cómo disimulo esta vaina”. Millones de pensamientos recorrían la mente de Ramón, que había puesto a Natalia, a nada más y nada menos que a Natalia, a masturbarse. A la hermanita, a la bebé, a “Nati”. Y entonces un profundo gemido irrumpió el silencio de la casa


-          Mmmmmmmmmmmmmmmmmmmmmmmmmmmmmmmmmmm…


“Mierda, mierda, Natalia está aquí, mierda, mierda, mierda”, fue lo único que pudo pensar Ramón. Y su curiosidad pudo más que él. Sigilosamente subió hasta el pasillo de los cuartos. Así como Ramón, Natalia pensaba que estaba sola en la casa. Su puerta abierta a medio tramo le otorgó esa visión lujuriosa: el cuerpo adolescente de Natalia acostada en su cama, las piernas abiertas, unos tímidos pezones asomados entre la fina tela del pijama, sus dedos entrando y saliendo, sus ojos cerrados y un vaivén vertiginoso entre respiraciones profundas y gemidos agudos. Ramón empezó a tocar su miembro por encima del pantalón. No sabía si quedarse allí viendo o entrar y tomar parte de la acción. Natalia seguía sumergida en los sopores del placer, masturbándose con desenfreno y sintiendo un ahogo indulgente en su pecho hasta que, de golpe, llegó un orgasmo fulminante. Natalia cayó rendida en su cama, húmeda entre sus jugos y su sudor. Al fin pudo ir recobrando su aliento. Así pasaron eternos segundos. Ramón estaba extasiado viendo a Natalia, a la niña, a la quinceañera.


Ramón se quedó ahí, viendo ese cuerpo tan virginal y tan deseable. Estaba perdido en la excitación. Y de repente sonaron unas llaves abriendo la puerta principal. Ramón se apartó de la puerta de Natalia y caminó rápidamente hasta las escaleras.


-          Francisco, ¡al fin llegaste! – dijo Ramón mientras bajaba las escaleras.
-          Sí, fui a buscar a mi hermana. Pero cuando llegué a casa de su amiga, resulta que ella nunca salió anoche…