29 may 2011

El hombre santo


“Esto tenemos que celebrarlo, aunque sea muy rápido”, dijo el discípulo mientras su sotana caía al piso como una fina tira de seda. Su mentor  por primera vez sintió pudor, pero no pudo evitar recorrerlo con su mirada. Se acercó al gran portón de su despacho y cerró con llave. Volteó a verlo con una lujuria que jamás había sentido. Era el mismo, su amante de los últimos 8 meses. El mismo con el que había recorrido cada rincón de ese gigantesco y “sagrado” recinto. Pero ahora su investidura lo hacía más poderoso. Su discípulo se entregaba totalmente a él.

“¿Quieres que me quite yo esta pesada sotana o me la quitas tú?”, decía el maestro mientras con su lengua añeja humedeció sus labios. Ya en el discípulo la erección era notable y empezaba a asomarse por el borde de su interior. “Ven, yo te la quito”. El mentor se acercó, pero antes de dejarse tocar, se arrodilló, bajó la ropa interior de su amante y tomó su miembro entre sus manos cincuentenarias. El muchacho apretó sus manos del gran escritorio de caoba del que se apoyaba. Ese que había visto pasar la historia del poderío de esa gran institución. Pensaba que estaban manchando la solemnidad de ese sitio, pero después él mismo se preguntó: "¿cuántos no habrán hecho esto mismo aquí o aun cosas peores?".

A pesar de que se perdió unos segundos en sus reflexiones, el joven no se distrajo de esa mamada magistral que le estaba dando su mentor. No acostumbraba hacerlo, pero ese día era demasiado especial: estaba entrando en los anales de la historia. Ya no era cualquier mortal, y la forma en que le estaba comiendo su pene, justamente, no parecía la de un hombre de este mundo. Su lengua y sus labios lo recorrieron sin parar, sin dejar escapar ni un centímetro de piel, sin dejar de humedecer ni un rincón. Cuando parecía que la erección había llegado a su punto máximo, se puso de pie y miró fijamente a su aprendiz: “Este es un privilegio que no tendrá ningún hombre de este planeta. Desnúdame y métete mi pene hasta el fondo de tu garganta. Vamos”. El joven obedeció, y mordiéndose los labios, procedió.

Con delicadeza, pero sin pausa, soltó los botones frontales de ese ataviaje. Era mucha ropa, pero quería quitarla toda para ver nuevamente ese cuerpo cada vez más cercano a la vejez. No le importaba, solo verlo era el sumun del placer para él. Había sido el primer testigo de la asunción de ese uniforme perpetuo, ahora sería el primero en quitarlo también. Dejó a su maestro desnudo: un cuerpo delgado, con músculos tímidamente definidos, desgastados por el paso de los años. El pecho canoso, las piernas peludas. Pero ahí, en medio de una incipiente vejez decadente, un pene de 24 centímetros que lo llevaba al cielo, al purgatorio, al infierno. A cualquiera lugar donde el placer lo desgarrara. Se agachó, lo tomó entre sus manos como si nunca lo hubiese visto. Lo admiró durante cortos segundo y lo llevó a su boca. Nada más sentir su sabor lo hizo gemir.

Salivaba tanto que le dejó el pene empapado, totalmente húmedo. “Qué bueno, así te podré penetrar más rico que de costumbre. Levántate”. El muchacho hizo lo de costumbre: se puso de pie, abrió sus piernas, apoyó sus manos sobre ese gran escritorio y volteó a ver su dueño. “Penétrame ya, celebra este día poseyéndome como nunca”. Y así fue. Rápido. Intenso. Desbocado. Lujurioso. Violento. En fin, para nada santo, para nada puro, para nada blanco como ese gigantesco uniforme en el piso que pronto volvería a sus hombros. Pero ahora no. Ahora la palidez de su piel chocaba contra las nalgas de su joven amante.

Con sus manos recorría su espalda. A veces se inclinada sobre ella y lo mordía. Otras, se erguía y le propinaba duras nalgas. Mientras su pene entraba y salía de ese culo liberado. Al principio siempre apretaba sus dientes por el dolor, pero pocos segundos después empezaban los gemidos. Esta vez la situación era tan diferente que no sintió dolor alguno. Cada embestida era un gemido agudo y seco. Pero a todas luces, era imposible que alguien afuera los oyera. Ese día, nadie prestaría atención a ningún ruido empañado. Ese día, ellos podrían amarse prácticamente rodeados de una multitud y nadie lo notaría. Así era.

El maestro también estaba más excitado que nunca. Con la responsabilidad que se le venía encima tal vez no tendría mucho tiempo de disfrutar de su amante, así que disfrutaba cada gota de placer que su joven hombre le brindaba. Se aferró a su espalda con fuerza y una última penetración dio paso a un orgasmo celestial, literalmente. Un caudal de placer desembocó dentro de él y dos gemidos al unísono rebotaron en el eco eterno de ese sagrado salón. Respiraron profusamente y en pocos segundos se incorporaron. El joven aprendiz recogió la vestimenta de su maestro, lo uniformó nuevamente. Él también tomó su ropaje nuevamente y asumió el papel, de nuevo, de hombre santo. Se acercó a su dueño, le secó el sudor de su frente mientras lo miraba fijamente a sus ojos. El viejo le dio dos suaves palmadas en su rostro mientras pronunciaba con dulzura “eres el mejor Cardenal Camarlengo que podría haberme enviado el Señor”.

Unos días antes el humo blanco dictaría la asunción al poder de Inocencio XIV. Ahora, luego de celebrar su coronación con su hombre, tomaba el báculo papal y se asomaba al balcón donde una enardecida y devota Plaza de San Pedro esperaba al nuevo Papa.

25 may 2011

Ya no soy tuyo

Un día de ajetreo interminable. Una corbata que me ahorcaba. Mucho calor. Mucho cansancio. Una cola interminable para volver a casa. El carro que decide suspenderme el beneficio del aire acondicionado. La radio que no pasa nada bueno. El celular que sigue sonando con llamadas de la oficina. Me escapé antes de tiempo de la reunión. Debía volver rápidamente a casa para finiquitar ese asunto, aunque ya mi hora de salida había pasado. Tenía la ingenua ilusión de que mi día iba a terminar apenas mi pie descalzo pisara la fría cerámica de mi casa. Nada más alejado de la realidad. A las 9 de la noche, hora a la que llegué a mi hogar, apenas iba a comenzar mi día.
Siempre tengo la costumbre de quitarme los zapatos y las medias apenas llego a la casa. Sentir el frío del piso me relajaba y me hacía aliviar la tensión sobre mis hombros. Pero ese día, la tensión volvió de inmediato a mis músculos apenas alcé la mirada: ahí estaba Patricia, en ropa interior negra de encaje, apoyada contra la columna central de la sala y con los brazos alzados, esposada y amarrada a algún gancho que se asomaba en la parte alta de esa columna y que me estaba enterando que estaba ahí. No tengo ni idea cómo habrá hecho ella para amarrarse sola, ni cómo preparó esa sorpresa para mí. Sinceramente, en ese día patético lo último que yo deseaba era verla cuando llegara. De hecho quería irme directo a mi cama a descansar. Pero esa visión, muy a pesar de mi falta de disposición, me hizo reconsiderarlo. El vacío en mi estómago y la tensión en mi pene también apoyaron la moción.
-          ¿Qué pasó mi amor? ¿Y esa cara de pánico? ¿No te gusta lo que ves? – me lanzó Patricia con voz seductora.
-          Claro que me gusta, pero tú no haces este tipo de cosas nunca. Y te ves tan…tan…divina.
-          Solo quise darle una sorpresa a mi esposo. Se lo merecía.
Lo que más me excitó fue el hecho de poder hacerle a Patricia lo que yo quisiera, sin restricción alguna. Así fue. Me le acerqué y la apreté contra la columna. Empecé a manosearla toscamente por todo su cuerpo. Su blanco y delgado cuerpo. No la estaba acariciando, ni tocando siquiera, la estaba manoseando en toda la amplitud de la palabra. Como un violador desesperado por desgarrar a su víctima. Apretaba sus nalgas mientras la empujaba contra mí, luego apretaba sus tetas por encima de su sostén. Sus tetas firmes, que aunque operadas, parecían las más naturales del mundo. Sus labios me buscaron y yo le respondí, pero empujé su rostro hacia la pared haciendo que se lastimara. Mi lengua recorrió cada esquina de su boca sin miramientos. La oía gemir sin parar. “¡Qué caliente estás papi! Poséeme, así, como nunca lo has hecho”, susurró ella.
Rompí su ropa interior y desnudé su piel para mí. Entre lamidas y mordiscos empecé a recorrer su figura, empezando por su cuello. Ella alzó la cabeza hacia el cielo, abriendo la boca para inhalar más aire y lanzando un grito ahogado de placer. Llegué a sus senos, los lamía, los mordía, los apretaba con mis manos, lastimaba sus pezones. Ella gozaba. Seguí descendiendo por su abdomen, su cintura, sus caderas. La volteé para dejar sus nalgas ante mis ojos, me agaché y seguí alternando mordisco y lamidas. Abrí sus nalgas y empecé a lamer su culo. Ella gemía cada vez más fuerte, cada vez más acelerada. Apreté su espalda para que se inclinara y me agaché más. Ahí estaba su rosada vagina, bañada en néctar de placer. La abrí con mis dedos, admiré sus labios carnosos. “Cómemela, cómetela toda”, jadeó mi esposa. Yo me lancé sobre ella y empecé a succionar su clítoris. Le dolía, pero no se oponía. Sentía que esa noche ella sabía a gloria, a dulce, a eternidad. Me paré y le metí dos dedos mientras le besaba el cuello y con mi otra mano jugaba con sus pezones. Ella soltó un gemido seco y corto. Respiraba entrecortadamente.
Mientras hacía eso miré hacia arriba y noté que la cuerda que sostenía sus brazos en alto tenía un mecanismo que permitía aflojarla. Saqué mis dedos de ella, ahora empapados. Me desnudé yo también por completo. Ella volteó y al verme se mordió los labios. Solté el mecanismo y le ordené que se arrodillara. Coloqué mi pene duro y excitado frente a su cara. Ella puso cara de repugnancia y volteó ligeramente. “Estás todo sudado, te huele mal, deberías ir a bañarte primero”, dijo mientras me empujaba por mis muslos. Le propiné una cachetada, la agarré por la mandíbula y le grité que abriera la boca. Ella me miró por primera vez en ocho años con cara de sumisión y apenas entreabrió sus labios le penetré su boca. Su cara de asco no cambió, pero siguió viéndome mientras se comía mi pene. Poco a poco fue disfrutándome. Me lamía de arriba abajo, las bolas, me masturbaba rápidamente. Se lo metía todo en la boca y me veía fijamente, se estaba entregando por completo a mí.
Activé nuevamente el mecanismo y se paró. Esta vez lo apreté más que al principio de manera que sus brazos quedaron completamente extendidos. Soltó un pequeño gemido de dolor, sus manos se apretaron contra la pared y sus muñecas se lastimaron con las esposas. Patricia no apartaba su mirada de mis ojos, pero esta vez no era ella la que dominaba la situación. Con sus ojos azabache ella se estaba entregando por completo a mi voluntad. Y cuando me acerqué para hacerla mía, se apoyó de su atadura, alzó las piernas y con una habilidad impresionante aterrizó en mi pene. Sus nalgas en mis manos. La penetré sin pausa hasta el fondo. Ella volvió a gritar de placer y comencé a embestirla sin compasión. Se acercó a mi oído: “me duele, hoy lo tienes más grande que nunca”. Eso me estimuló mucho más y empecé a cogérmela más fuerte. Lo sacaba y lo metía todo, estaba tan húmeda que sentía cómo sus jugos empezaban a bajar por mis muslos. “Ahora te va a doler más, para que sepas quién manda”. No sé cuánto tiempo pasó, pero para mí fue una eternidad. Una eternidad que desembocó en dos orgasmos simultáneos. Ella que dejaba escapar sus fluidos sobre mis piernas y yo que le llenaba por completo su interior de todo mi deseo. De todo mi ser.
Solté el mecanismo y nos dejamos caer sobre la gélida cerámica de nuestra sala. Pero el amanecer no nos encontraría así. Yo partí antes de que saliera el sol. Ya tenía todo listo para eso. Puedo imaginar perfectamente la escena: Ella despertó a media mañana. Me busco por toda la casa. Habrá pronunciado mi nombre unas tres veces, hasta que finalmente habrá visto el sobre ahí, a pocos centímetros de ella. Una nota por fuera: “Me imaginé que harías algo así para evitar que me fuera. Anoche solo quise demostrarte que tú eres mía, aunque decidas entregarte a otro hombre. Pero yo ya no soy tuyo, tú me perdiste. Adentro encontrarás los papeles del divorcio. Yo estaré en mi apartamento nuevo”. Habrá apretado el sobre con frustración. No sé si habrá llorado. Yo sí lloré.

23 may 2011

Mientras ellos juegan


Una sonrisa triunfal se dibujó en mi rostro luego de ver ese mensaje en mi celular. Lo leí y guardé el aparato en el bolsillo de mi camisa. No le respondí, ya cuando me viera llegar sabría la respuesta a su mensaje. De todas formas no podía concentrarme bien en responderle: en el asiento trasero iba Penélope, mi sobrina, echándome uno de sus cuentos fantásticos. Suficiente distracción para manejar en esta ciudad infernal.

Finalmente llegamos a nuestro destino. Ese día la pequeña Daniela cumplía tres años de edad y su mamá nos invitó a todos a la fiesta. Sin embargo por una u otra razón nadie de mi familia pudo asistir y mi hermano dejó en mis brazos a Peny con esa simpática frase: “anda a hacer de tío abnegado y llévate a la bebé a la fiesta. Cuídala mucho y disfruten”. Apenas entramos al edificio nos guió un camino de globos multicolores y Peny, una vez que la dejé en el piso, corrió alegremente hasta llegar al patio central donde tenía lugar la celebración. Yo caminé con calma aunque las manos me sudaban: tenía otra razón para ir a esa fiesta, que para mí no tenía nada de infantil. Ella no estaba ahí así que me dediqué a jugar con la niña de mis ojos hasta el punto que olvidé mis intenciones iniciales. Mientras jugábamos, por algún magnetismo extraño decidí ver hacia la entrada de ese gran patio y ahí la vi llegar. Sentí cómo el estómago se me revolvió y un extraño nudo me trancó la garganta.

Ya era una mujer madura y yo apenas tenía 20 años. Y por supuesto eso era lo que más me excitaba de la situación. Era tan alta como yo y por donde la viera, era un festín de curvas pronunciadas. Unas tetas asomadas muy inteligentemente en un escote tipo “bobo”. Una mínima cintura, un poco atenuada por unos kilos que vienen con el paso de los años, pero que se destaca por unas amplias caderas y un trasero nunca desapercibido. La piel morena que deslumbraba a cualquiera, aderezada por un par de ojos negros carbón y una larga y abundante cabellera lisa del mismo color. Sequé mis manos nerviosas y le dirigí una tímida sonrisa de lejos. Su hijo, Fernandito, corrió a saludar a Peny, y detrás venía ese vaivén hipnótico de caderas que siempre caracterizó a Liliana.

Ya mi sonrisa era imposible de ocultar. Sus largas uñas rojas se posaron sobre mi hombro mientras su rostro se acercaba en cámara lenta al mío. Sus labios –de rojo intenso también- rozaron delicadamente la comisura de los míos y luego, un medio abrazo acompañado de su ronca voz retumbando en el borde de mi oreja: “Mi amor tú a medida que creces te pones cada vez más atractivo”. Y yo, con una sonrisa acalambrada que ya rayaba en la estupidez, respondí sin titubear “lo mismo aplica para ti, Liliana”. “Tú siempre tan galán, debes tener a todas las mujeres locas”, replicó mientras su mirada recorría mi cuerpo de abajo a arriba. Conversamos no durante mucho. Ella tenía que atender la fiesta, ya que era la tía de Danielita.

Así transcurrió la tarde. Miradas furtivas, sonrisas disimuladas, convenientes roces, conversaciones forzadas y manos que de vez en cuando se atrevían a posarse en lugares indebidos. Pero yo no tenía claro qué iba a ocurrir. O, para ser más sincero, no me atrevía a propiciar nada. Esa era una mujer, o mejor un mujerón, que me atemorizaba y me dejaba paralizado. Sin saber cómo iba a dar el siguiente paso. Sin embargo eso duró poco. Liliana sabía exactamente cómo iba a ser y cuando empezó a ocultarse el sol, dio el primer paso.

“Mi amor, me puedes ayudar a buscar un muñeco que se le perdió a Fer, no lo consigo”, fue el mensaje de texto que recibí. Le pregunté dónde estaba y de inmediato me contestó: “levanta la mirada”. Allá estaba, al otro lado de ese inmenso patio, justo en la esquina donde el castillo inflable hacía un pequeño rincón con el gran paredón. “Fer me dijo que un amiguito lanzó su muñeco detrás del castillo mientras brincaban, pero esto está muy oscuro y no veo nada ¿me ayudas?”. Asentí sin dudarlo y justo cuando caminábamos hacia ese pequeño rincón me llamó Penélope. Volteé, ella solo quería mostrarme cómo pateaba la pelota nueva que le habían regalado a Daniela. La felicité de lejos y le lancé un beso. Me devolví y ya Liliana no estaba. “Estoy aquí, ven”, me murmuró. La sombra que se proyectaba en ese mínimo rincón era oscura, pero aún se podía ver. Y lo primero que vi me congeló la sangre.

“He notado que llevas toda la tarde viéndome las tetas, casi se puede ver cómo salivas. ¿Te gustan?”, me preguntó Liliana mientras las dejaba escapar abriendo su escote y me miraba lujuriosamente. “S…s…sí…me….me gustan mucho”, me costaba articular palabras. Hasta ese momento tenía exactamente seis años fantaseando con ella. Yo pensaba que jamás iba a suceder, aún cuando varios meses de mensajes ininterrumpidos apuntaban a lo contrario. Terminé de abrir su escote y sus grandes pezones oscuros salieron a mi encuentro, mi boca se hizo dueña de ellos y mis manos se apoderaban de cuanta curva definía su figura. Liliana solo se dedicó a gemir y sonreír de placer. Tenía varios años sin disfrutar el ser tan deseada y poseída por un hombre. Mientras seguía sujetando sus tetas entre mis manos subí y besé su cuello. Llegué hasta su boca y la besé como jamás había besado a una mujer. Sentía que quería arrancarle el aliento y absorberle la vida desde sus labios. Ella me apretó contra sí al sentir la intensidad de mis besos y sin perder tiempo apretó mi pene que pedía a gritos ser liberado del pantalón. “No tenemos mucho tiempo mi galán, hazme tuya de una buena vez. Ya es hora de que cumpla tu fantasía conmigo”, me susurró ella entre gemidos, mientras sus ojos me devoraban. Ella se volteó y como pudo apoyó sus manos del castillo inflable. Yo levanté la falda del vestido albinegro y bajé su panty violentamente. Ver esas gigantescas caderas apuntando hacia mí y esa morena vagina depilada esperando a ser penetrada me aceleró el corazón como nunca. Me parecía que estaba a punto de desmayarme del placer.  Froté mi pene contra su clítoris, ya caudalosamente húmedo y ella gimió sutilmente. “No aguanto más mi amor, penétrame ya, cógeme, llevo todo el día pensando en este momento, hazme tuya, por favor, poséeme ya”. Y esa frase fue tajantemente interrumpida por un intenso gemido mientras la penetraba. Ella se tapó la boca, pero la música infantil a todo volumen más todos los niños gritando dentro del castillo disimulaban los jadeos desaforados de Liliana. Ella tenía los ojos cerrados y yo cada vez la penetraba con más intensidad. “Me vuelves loca mi amor, siento que me desmayo de tanto placer que me das, cógeme más duro, acaba para mí, acaba dentro de mí, lléname de tu leche”. Las paredes del castillo inflable se movían al ritmo de mis penetraciones, pero nadie lo notaba. Allí, detrás de un cúmulo de alegría e inocencia infantil, estaba ocurriendo el acto más lascivo y lujurioso de todos: una fantasía se estaba cumpliendo. Finalmente sentí cómo todo mi cuerpo empezó a temblar e intensas contracciones me hicieron eyacular dentro de ella. Se lo metí hasta el fondo mientras gemía con cada chorro que salía de mí. Quedamos unos breves segundos recostados del castillo, mientras nuestras sonrisas se perdían en besos esporádicos. Pero nos incorporamos rápidamente cuando empezamos a oír la voz de Fernando llamando a su mamá. Como pudimos nos acomodamos velozmente y justo cuando logré abotonar mi pantalón, el pequeño se asomó al principio de ese oscuro rincón.

-          ¡Mamá ya encontré mi muñeco! Había caído debajo del castillo, pero ya lo rescaté.
-          ¡Qué bueno hijo! Y nosotros buscándolo por aquí atrás, con razón no lo conseguíamos. Ven mi príncipe, vamos, que ya es hora de romper la piñata.

14 may 2011

Rosa marchita

El olor de una rosa siempre es dulce. Pero cuando está a punto de marchitarse la última esquina del último pétalo, exhala un aroma que supera la dulzura de cualquier fragancia en la naturaleza. Pareciera un empeño de la rosa por dejar una huella en el aire antes de irse, para dejar su impronta. Ese fue el olor que sentí esa noche, mientras ella estaba de frente contra la pared y yo la penetraba.
Era un callejón oscuro, frío y húmedo. Pero no silencioso: en primer plano se oían nuestros jadeos, gemidos, besos, murmullos de placer; y en segundo plano, allá, en la Plaza de San Marcos, los violines, laudes, flautas y toda la algarabía del carnaval de Venecia. Llegado el día decidí salir, compré una máscara muy vistosa, con amplios tocados de plumas negras, la mitad plateada y la otra mitad dorada. Una larga túnica negra con bordados plateados. Mis mejores botas. Y salí a la calle.

Una copa de vino me acompañaba mientras veía miles de máscaras pasar a mi alrededor. Era un festín de colores y risas que me rodeaba. Era cierto lo que decían de los carnavales de Venecia. Yo estaba solo y no tenía mayor plan que pasear y oir la música. Sin embargo, sabía que era una noche diferente a las demás. Crucé el Ponte di Rialto y me dirigí hacia la plaza. Llené nuevamente mi copa de un dulce Merlot que alegró mis sentidos y disfruté de un trío de violines apostado a pocos metros de mí. Y entonces sentí ese aroma que me hizo voltear automáticamente. Tenía que saber de dónde provenía.
Seguí esa estela. Unos metros apenas delante de mí vi a aquella damisela. Un provocativo vestido blanco con rosado, ceñido a su cuerpo. Guantes blancos. Una máscara que solo tapaba la mitad superior de su rostro. Era dorada y con amplias flores rosadas y blancas a su alrededor. Sus labios naturalmente rosados que combinaban con todo su atuendo. Una leve sonrisa que me llamaba y volteaba para seguir caminando.

Ya no sabía dónde estábamos, pero poco a poco fuimos dejando atrás la bulla, la gente, la música. No dejaba de oírlas, pero su volumen disminuía. Menos gente, menos luz. Más soledad. Un inmenso arco, un largo y oscuro callejón. Ella corrió, pero como no vi salidas alternativas seguí caminando. Ella llegó al fondo y se recostó de una de las paredes. Sus ojos celestes fijos en mí. Yo tomé el último sorbo de vino, de esa quinta copa que llevaba y la lancé. El cristal estrellado en el piso irrumpió al unísono de sus manos en mis hombros, mientras se ponía de puntillas para acercase a mi oído derecho: “Desde antes del Rialto te vengo siguiendo, oír tu risa me estremeció de una forma que no sé explicar. Luego ver tus manos hizo temblar mis piernas. Necesité acercarme a ti…”.

No la dejé continuar y me abalancé sobre sus labios. Sus delicados y delgados labios rosa. Ella cerró sus ojos con fuerza y el dulce aroma a rosa marchita invadió todo el callejón. Con fuerza sus tersas manos apretaron mis cabellos y yo la llevé contra la pared. Bajé y me dirigí hacia su cuello, la fuente de ese manantial que me traía hipnotizado desde el otro lado de la ciudad. Lamí y besé sin parar esa suave y blanca piel. Sentía que empezaba a delirar con su aroma. Mis manos empezaron a recorrer su cuerpo, sentí sus inmensos senos por encima del vestido. Casi podía palpar sus duros pezones. Centímetro a centímetro recorrí las curvas de su cuerpo delgado, su fina cintura, sus tímidas caderas, sus firmes nalgas. Su mano derecha ya buscaba mi rígido miembro. Estaba preparado para poseerla ahí mismo.

Vi cómo sus manos jalaron los hombros de su vestido que cayó, sostenido por algún tipo de cinturón cerca de sus caderas. Durante un segundo interminable admiré sus senos. Firmes, marfilados y de pezones rosados. Los sostuve en mis manos y seguí besándola. Ella me masturbaba por encima de la ropa con desespero y gemía al borde de mis oídos. “Eres un hombre exquisito, seré tuya todas y cada una de las noches de carnaval”.

Se volteó y paró de frente a la pared. No dejó de mirarme con sus provocativos ojos azules, subió sus nalgas en un gesto de entrega y se mordió el labio inferior. “¿Qué esperas?”, susurró casi gimiendo. Levanté la falda hasta la altura de su cintura, ella abrió un poco más sus piernas, inclinándose hacia adelante. Y entonces la penetré lentamente, pude sentir cada centímetro de su húmeda vagina a la par de un largo gemido que terminó con su rostro alzado hacia el cielo. Agarré sus hermosos senos y la penetré una y otra vez. A medida que veía más gotas de sudor bajar por su espalda, más intenso se hacía su perfume. Me sentía perdido y embriagado por su olor. Quise arrancarle su máscara, quise arrancarme la mía. Pero no lo hice. Ella sería mía durante nueve días más. Finalmente ella se arrodilló frente a mí, nunca dejó de verme y me masturbó con ahínco. Dirigió mi pene hacia sus senos y ahí derramé toda mi lujuria sobre ella. Sonrió, levantó su vestido sobre su regazo aún húmedo, se paró, posó su mano izquierda sobre mi rostro, me besó y corrió nuevamente hacia la salida de ese callejón. Me gritó desde la distancia: “búscame mañana cerca del Palazzo Ducale, me encontrarás por mi perfume. Quiero ser tuya al borde de la laguna de Venecia”. Y así fue. Durante diez días de carnaval esa mujer de dulce aroma fue mía. Cada noche conocí un rincón diferente de la ciudad. Solo nuestras máscaras fueron testigos de la pasión de cada encuentro. Pero el último día no apareció. Recorrí cada puente, cada callejón, cada rincón de la ciudad y nunca la vi.

Me quedé en Venecia durante el resto del año. Me movía el empeño de volver a encontrar a la portadora de la rosa marchita, pero finalmente desistí y simplemente me dediqué a mis negocios. Ya entraba el año 1831 cuando recibí una carta de mi hermano. Me pedía que volviera a Paris a conocer a su prometida. ¡Se iba a casar! Después de un largo y agotador viaje, volvía a pisar mi ciudad natal. Sin abandonar nunca el recuerdo de esa mujer que me ahogó de placer durante nueve noches. Ese recuerdo se convirtió en tragedia cuando entré en mi hogar. Ahí estaba mi familia: mi madre, mi padre, mi hermano. Y un denso y penetrante olor a dulce, al del último aliento de una rosa marchita. Y una mujer muy blanca, de dorados rizos, eternos ojos azules, labios refinados y rosados y aquella voz encantadora: “Mucho gusto, mi nombre es Romina Severino, finalmente conozco al hermano de mi futuro esposo”. Dudé durante breves segundos, pero guardé silencio. La felicidad de mi hermano era más importante que un vago recuerdo de Venecia. De todas formas, no vale la pena entregar la vida por una rosa marchita.

9 may 2011

Ya no eres la jefa

En ese momento tembló de pánico y el café que sostenía con su mano izquierda se desbordó de la taza. Al oír esas palabras, volteó rápidamente con una expresión de terror y lujuria a la vez. Simplemente no podía creer que eso le estuviese ocurriendo. Justo a ella, que todo lo controla, que todo lo calcula, que todo lo planifica. Así como su café, a Ana María se le había desbordado la vida de su recipiente. Ya todo había cambiado.

Nadie sabía el horror que había vivido Ana María la noche anterior. Al fin y al cabo, para una mujer, ser violada era de las peores tragedias que le pudiera tocar vivir. Pero para ella representaba una doble vergüenza. Primero porque entendió que como cualquier persona, ella era vulnerable y podía sufrir los embates de la violencia. Pero además, porque en el fondo (o tal vez no tanto) cada rincón de su cuerpo rememoraba una sensación de placer que su mente no le permitía disfrutar. Cada marca, cada rasguño, cada herida de su cuerpo palpitaba de placer y sentía, a medida que más lo pensaba, que su vagina se iba humedeciendo. “Qué te pasa Ana María, no puede ser que estés pensando en eso”. Sentía unas ganas sofocantes de encerrarse en el baño y masturbarse. Pero su delirio de autocontrol no se lo permitía.

Ella, que estaba bien consciente del peligro en la ciudad que vivía, llegó ese día a su casa de muy mal humor. Ya tenía tiempo que se había rendido con Guillermo, por más que lo intentó no logró que él mejorara. Sencillamente optó por tratarlo como un trapo y hacerle constantes desplantes, para ver si finalmente renunciaba y podía darle esa vacante a alguien más eficiente. Pero eso no terminaba de ocurrir. Ese fatídico martes fue, quizás, el peor de todos. Después de constantes  discusiones con Guillermo, llegaba agotada a su hogar y, por demás, distraída.

Llegó a su casa alrededor de las 11 de la noche. Abrió el garaje y estacionó el carro. Se devuelve, y cuando estaba a punto de cerrar el portón, una sombra pasó fugazmente frente a ella y sintió un fuerte empujón. Cayó al piso estrepitosamente, mientras este misterioso personaje terminaba de cerrar el garaje. Ana María pensó en gritar a viva voz; pensó en pararse, correr dentro de la casa y dejar al malhechor afuera; pensó en encerrarse dentro del carro y tumbar el portón de su casa. Pensó en mil cosas, pero solo pudo sentir cómo sus piernas temblaban y no hizo nada.

Era un hombre alto, de espalda ancha, vestía de verde, llevaba una camisa sin mangas y un pasamontaña que tapaba su rostro. Notó inmediatamente sus brazos anchos y bien formados. Se notaba que se ejercitaba. Estaba aterrorizada, ni siquiera podía articular palabra alguna. El hombre de verde se abalanzó rápidamente sobre ella, la agarró de ambos brazos y terminó de presionarla contra el piso, sometiéndola rápidamente. Acercó su rostro hasta el de ella. Ana María sencillamente ladeó su cara. Él le respiraba cerca de su mejilla. Era extraño, ella aún no sabía qué quería esa persona, pero pudo percibir un dulce perfume de hombre, el mismo que usaba su ex novio.

Con su mano izquierda empezó a manosearla. Arrancó los botones de su camisa de ejecutiva y magreó lascivamente sus senos. Entre sus labios se escapó un tímido sollozo. “Por favor, no me hagas nada, yo te doy todo lo que quieras, llévate lo que quieras pero no me hagas nada”, suplicó infructuosamente Ana. Sus labios temblaban. Con una voz ronca y gutural el hombre le respondió: “pero mira qué perrita tan gentil. Gracias, pero no vine a robarte, vine a cogerte como Dios manda. Sé que hace años que no te tratan como lo que eres. Como una puta reprimida. Ahora vas a aprender a comportarte como lo que realmente eres”.

En ese momento, Ana, la jefa, la gerente de producción, la que mandaba, la que ordenaba a los demás, estaba sometida, a las órdenes de otro y sabía el horror que le tocaría vivir. Aunque el pánico la tenía paralizada, intentó forcejear con los 110 kilos de humanidad de ese extraño, pero apenas lo hizo, él sacó de atrás de su pantalón un precinto de plástico y rápidamente ató sus manos. Las apretó con una fuerza descomunal, y el choque entre los huesos de sus muñecas la hizo lanzar el primer grito de dolor. Rápidamente sacó un pañuelo y la amordazó. Dos lágrimas descendieron por las mejillas de Ana María y arrojó una mirada suplicante al violador. Él sonrió maliciosamente. “Así quería verte, llorando y pidiendo misericordia zorrita. Pero en el fondo sabes que quieres esto”. 

Ana María cada vez temblaba más, sentía un profundo vacío en sus entrañas. Pero aún así, en el peor estupor del pánico, no podía dejar de verle los brazos fornidos. Él lo notó e inmediatamente tensó el bíceps en pose de fisicoculturista. “¿Te gustan mis brazos? ¡Puta de mierda no te he dado permiso de que los veas!”, y una fuerte bofetada impactó en su rostro. Inmediatamente rompió su sostén dejando sus senos al descubierto. Los lamió, los mordió, los tocó, los pellizcó. Se hundió largos minutos en ese regazo de tetas perfectas, grandes, blancas y de rosados pezones. Le bajó su falda y la dejó completamente desnuda. “¿Ves que eres una puta de alto vuelo? ¡Vas al trabajo sin panties! Mereces ser cogida sin piedad”.  Un profundo olor a hembra en celo impregnó el aire del garaje. Él siguió manoseando sus senos mientras le lamía el cuello y otra de sus manos bajada y recorría sus muslos y sus nalgas, entre rasguños, apretones y fuertes bofetones en su piel. Sentía que cada centímetro de su cuerpo era maltratado, pero al mismo tiempo el pánico iba desapareciendo. Sentía una fuerte presión en sus pezones y un intenso calor en su vientre. Cerraba los ojos y trataba de volver a la realidad: ¡estaba siendo violada!, pero una parte de ella lo estaba disfrutando.

La mano izquierda de él bajó hasta su entrepierna y notó que estaba copiosamente mojada. Se acercó hasta su oído y le dijo: “¿lo ves?, pides a gritos ser bien cogida. Yo te complaceré, perra”. Se bajó el cierre del pantalón y sacó ese pene rígido y, ante sus ojos, gigantesco. Sacó una navaja y cortó la mordaza que suprimía sus alaridos. Intentó gritar, pero otra fuerte bofetada la neutralizó, luego su mano izquierda le hizo abrir la boca y él se lo metió completo en su boca. Sintió una fuerte arcada al llegar al borde de su paladar y un intenso sabor agridulce invadió su boca. Él empezó a embestirla y ella lloraba, más por las arcadas que por pánico en sí. Sin darse cuenta, sus caderas ya se movían sinuosamente el compás de las de él. Sentía un intenso dolor en sus muñecas, que a estas alturas ardían y sangraban un poco por el roce del precinto. Pero no le prestaba mucha atención. Estaba concentrada ahora en ese inmenso miembro que le penetraba la boca, que la asfixiaba, que le daba asco y placer a la vez. Él notó que Ana María se entregaba cada vez más y cada vez sonreía con más maldad. “Eres mía, zorra, eres mía”.

Luego de unos eternos minutos penetrándole la boca, decide sacarlo. Ella no grita, no hace nada. Sigue la misma expresión de pánico en su mirada. Pero a la vez placer y lujuria brillaban a través de sus ojos. “¿Quieres que te coja, ramera?”. Y ella con una expresión sumisa asintió levemente. Él la volteó y ella instintivamente se colocó en cuatro, otorgándole esa sublime visión de sus dos inmensas nalgas que se fundían en una mínima cintura. Ahí posó sus manos y la penetró violentamente. Ya Ana María estaba húmeda, sin embargo no evitó sentir dolor por el grueso de su miembro y la fuerza de sus embestidas. La cogía sin detenerse ni un segundo. Sus respiraciones se convertían en bufidos a medida que la penetraba. Ella empezó a gemir, ya había llegado al punto crítico: se entregó al placer y la lujuria de ser poseída a la fuerza por un total desconocido. Si bien tenía su cuerpo marcado y ultrajado ya, era cierto que tenía mucho tiempo sin ser tocada por un hombre. Y menos así. Intentó voltear para regalarle una mirada de placer pero recibió una violenta respuesta. “¡Acaso te dije que voltearas desgraciada!”, la sostuvo por la nuca, la volteó y embistió su rostro contra el piso. Sintió el fuerte impacto contra su pómulo derecho. Más lágrimas rodaron por su cara. Le dolía, pero lo disfrutaba.

La embestía cada vez con más velocidad y más violencia. Hasta que finalmente se incorporó, la alzó por sus manos atadas y magulladas y la colocó de rodillas. Fueron fugaces segundos hasta que empezó a sentir su semen cálido y agridulce que chocaba en toda su cara. Cerró los ojos, pero él le jaló el cabello y le ordenó que los abriera. Ambos respiraban desesperadamente, como si fueran a dejar el último aliento ahí. “¿Ves que sí lo disfrutaste zorrita?” y ella volvió a asentir tímidamente, mirando al piso. Cuando finalmente decidió subir su rostro para verlo nuevamente, sintió otro fuerte impacto en su rostro. Un agresivo puñetazo y cayó al piso. Le costó reincorporarse. Cuando logró recobrar el sentido, estaba sola. Ya él se había ido.

Al día siguiente fue a su oficina vestida con un pantalón deportivo, un sueter con capucha y una bufanda amarrada al cuello. No podía permitir que nadie viera las marcas en sus muñecas, ni en su cuello, ni en ningún rincón de su rostro. Eran las 7 de la mañana, pensó llegar muy temprano para encerrarse en su oficina, pero al llegar ya el inepto de Guillermo estaba ahí. Después de esa noche tan extraña, ver a ese individuo no le causó ningún tipo de confort, pero por lo menos estaba trabajando. Se dirigió al comedor para servirse un café, para tratar de calmar esa extraña mezcla de sentimiento que le daba vueltas en su estómago. Y ahí fue cuando escuchó de nuevo esa fatídica frase:

-          Sabía que hacía años que no te trataban como lo que eres. Como una puta reprimida. ¿Ahora sí vas a aprender a comportarte como lo que realmente eres? – le decía Guillermo mientras por detrás la sostenía por su mínima cintura.

En ese momento tembló de pánico y el café que sostenía con su mano izquierda se desbordó de la taza. Al oír esas palabras, volteó rápidamente con una expresión de terror y lujuria a la vez. Simplemente no podía creer que eso le estuviese ocurriendo. Justo a ella, que todo lo controla, que todo lo calcula, que todo lo planifica. Así como su café, a Ana María se le había desbordado la vida de su recipiente. Ya todo había cambiado. Guillermo había logrado cambiarlo todo.