9 may 2011

Ya no eres la jefa

En ese momento tembló de pánico y el café que sostenía con su mano izquierda se desbordó de la taza. Al oír esas palabras, volteó rápidamente con una expresión de terror y lujuria a la vez. Simplemente no podía creer que eso le estuviese ocurriendo. Justo a ella, que todo lo controla, que todo lo calcula, que todo lo planifica. Así como su café, a Ana María se le había desbordado la vida de su recipiente. Ya todo había cambiado.

Nadie sabía el horror que había vivido Ana María la noche anterior. Al fin y al cabo, para una mujer, ser violada era de las peores tragedias que le pudiera tocar vivir. Pero para ella representaba una doble vergüenza. Primero porque entendió que como cualquier persona, ella era vulnerable y podía sufrir los embates de la violencia. Pero además, porque en el fondo (o tal vez no tanto) cada rincón de su cuerpo rememoraba una sensación de placer que su mente no le permitía disfrutar. Cada marca, cada rasguño, cada herida de su cuerpo palpitaba de placer y sentía, a medida que más lo pensaba, que su vagina se iba humedeciendo. “Qué te pasa Ana María, no puede ser que estés pensando en eso”. Sentía unas ganas sofocantes de encerrarse en el baño y masturbarse. Pero su delirio de autocontrol no se lo permitía.

Ella, que estaba bien consciente del peligro en la ciudad que vivía, llegó ese día a su casa de muy mal humor. Ya tenía tiempo que se había rendido con Guillermo, por más que lo intentó no logró que él mejorara. Sencillamente optó por tratarlo como un trapo y hacerle constantes desplantes, para ver si finalmente renunciaba y podía darle esa vacante a alguien más eficiente. Pero eso no terminaba de ocurrir. Ese fatídico martes fue, quizás, el peor de todos. Después de constantes  discusiones con Guillermo, llegaba agotada a su hogar y, por demás, distraída.

Llegó a su casa alrededor de las 11 de la noche. Abrió el garaje y estacionó el carro. Se devuelve, y cuando estaba a punto de cerrar el portón, una sombra pasó fugazmente frente a ella y sintió un fuerte empujón. Cayó al piso estrepitosamente, mientras este misterioso personaje terminaba de cerrar el garaje. Ana María pensó en gritar a viva voz; pensó en pararse, correr dentro de la casa y dejar al malhechor afuera; pensó en encerrarse dentro del carro y tumbar el portón de su casa. Pensó en mil cosas, pero solo pudo sentir cómo sus piernas temblaban y no hizo nada.

Era un hombre alto, de espalda ancha, vestía de verde, llevaba una camisa sin mangas y un pasamontaña que tapaba su rostro. Notó inmediatamente sus brazos anchos y bien formados. Se notaba que se ejercitaba. Estaba aterrorizada, ni siquiera podía articular palabra alguna. El hombre de verde se abalanzó rápidamente sobre ella, la agarró de ambos brazos y terminó de presionarla contra el piso, sometiéndola rápidamente. Acercó su rostro hasta el de ella. Ana María sencillamente ladeó su cara. Él le respiraba cerca de su mejilla. Era extraño, ella aún no sabía qué quería esa persona, pero pudo percibir un dulce perfume de hombre, el mismo que usaba su ex novio.

Con su mano izquierda empezó a manosearla. Arrancó los botones de su camisa de ejecutiva y magreó lascivamente sus senos. Entre sus labios se escapó un tímido sollozo. “Por favor, no me hagas nada, yo te doy todo lo que quieras, llévate lo que quieras pero no me hagas nada”, suplicó infructuosamente Ana. Sus labios temblaban. Con una voz ronca y gutural el hombre le respondió: “pero mira qué perrita tan gentil. Gracias, pero no vine a robarte, vine a cogerte como Dios manda. Sé que hace años que no te tratan como lo que eres. Como una puta reprimida. Ahora vas a aprender a comportarte como lo que realmente eres”.

En ese momento, Ana, la jefa, la gerente de producción, la que mandaba, la que ordenaba a los demás, estaba sometida, a las órdenes de otro y sabía el horror que le tocaría vivir. Aunque el pánico la tenía paralizada, intentó forcejear con los 110 kilos de humanidad de ese extraño, pero apenas lo hizo, él sacó de atrás de su pantalón un precinto de plástico y rápidamente ató sus manos. Las apretó con una fuerza descomunal, y el choque entre los huesos de sus muñecas la hizo lanzar el primer grito de dolor. Rápidamente sacó un pañuelo y la amordazó. Dos lágrimas descendieron por las mejillas de Ana María y arrojó una mirada suplicante al violador. Él sonrió maliciosamente. “Así quería verte, llorando y pidiendo misericordia zorrita. Pero en el fondo sabes que quieres esto”. 

Ana María cada vez temblaba más, sentía un profundo vacío en sus entrañas. Pero aún así, en el peor estupor del pánico, no podía dejar de verle los brazos fornidos. Él lo notó e inmediatamente tensó el bíceps en pose de fisicoculturista. “¿Te gustan mis brazos? ¡Puta de mierda no te he dado permiso de que los veas!”, y una fuerte bofetada impactó en su rostro. Inmediatamente rompió su sostén dejando sus senos al descubierto. Los lamió, los mordió, los tocó, los pellizcó. Se hundió largos minutos en ese regazo de tetas perfectas, grandes, blancas y de rosados pezones. Le bajó su falda y la dejó completamente desnuda. “¿Ves que eres una puta de alto vuelo? ¡Vas al trabajo sin panties! Mereces ser cogida sin piedad”.  Un profundo olor a hembra en celo impregnó el aire del garaje. Él siguió manoseando sus senos mientras le lamía el cuello y otra de sus manos bajada y recorría sus muslos y sus nalgas, entre rasguños, apretones y fuertes bofetones en su piel. Sentía que cada centímetro de su cuerpo era maltratado, pero al mismo tiempo el pánico iba desapareciendo. Sentía una fuerte presión en sus pezones y un intenso calor en su vientre. Cerraba los ojos y trataba de volver a la realidad: ¡estaba siendo violada!, pero una parte de ella lo estaba disfrutando.

La mano izquierda de él bajó hasta su entrepierna y notó que estaba copiosamente mojada. Se acercó hasta su oído y le dijo: “¿lo ves?, pides a gritos ser bien cogida. Yo te complaceré, perra”. Se bajó el cierre del pantalón y sacó ese pene rígido y, ante sus ojos, gigantesco. Sacó una navaja y cortó la mordaza que suprimía sus alaridos. Intentó gritar, pero otra fuerte bofetada la neutralizó, luego su mano izquierda le hizo abrir la boca y él se lo metió completo en su boca. Sintió una fuerte arcada al llegar al borde de su paladar y un intenso sabor agridulce invadió su boca. Él empezó a embestirla y ella lloraba, más por las arcadas que por pánico en sí. Sin darse cuenta, sus caderas ya se movían sinuosamente el compás de las de él. Sentía un intenso dolor en sus muñecas, que a estas alturas ardían y sangraban un poco por el roce del precinto. Pero no le prestaba mucha atención. Estaba concentrada ahora en ese inmenso miembro que le penetraba la boca, que la asfixiaba, que le daba asco y placer a la vez. Él notó que Ana María se entregaba cada vez más y cada vez sonreía con más maldad. “Eres mía, zorra, eres mía”.

Luego de unos eternos minutos penetrándole la boca, decide sacarlo. Ella no grita, no hace nada. Sigue la misma expresión de pánico en su mirada. Pero a la vez placer y lujuria brillaban a través de sus ojos. “¿Quieres que te coja, ramera?”. Y ella con una expresión sumisa asintió levemente. Él la volteó y ella instintivamente se colocó en cuatro, otorgándole esa sublime visión de sus dos inmensas nalgas que se fundían en una mínima cintura. Ahí posó sus manos y la penetró violentamente. Ya Ana María estaba húmeda, sin embargo no evitó sentir dolor por el grueso de su miembro y la fuerza de sus embestidas. La cogía sin detenerse ni un segundo. Sus respiraciones se convertían en bufidos a medida que la penetraba. Ella empezó a gemir, ya había llegado al punto crítico: se entregó al placer y la lujuria de ser poseída a la fuerza por un total desconocido. Si bien tenía su cuerpo marcado y ultrajado ya, era cierto que tenía mucho tiempo sin ser tocada por un hombre. Y menos así. Intentó voltear para regalarle una mirada de placer pero recibió una violenta respuesta. “¡Acaso te dije que voltearas desgraciada!”, la sostuvo por la nuca, la volteó y embistió su rostro contra el piso. Sintió el fuerte impacto contra su pómulo derecho. Más lágrimas rodaron por su cara. Le dolía, pero lo disfrutaba.

La embestía cada vez con más velocidad y más violencia. Hasta que finalmente se incorporó, la alzó por sus manos atadas y magulladas y la colocó de rodillas. Fueron fugaces segundos hasta que empezó a sentir su semen cálido y agridulce que chocaba en toda su cara. Cerró los ojos, pero él le jaló el cabello y le ordenó que los abriera. Ambos respiraban desesperadamente, como si fueran a dejar el último aliento ahí. “¿Ves que sí lo disfrutaste zorrita?” y ella volvió a asentir tímidamente, mirando al piso. Cuando finalmente decidió subir su rostro para verlo nuevamente, sintió otro fuerte impacto en su rostro. Un agresivo puñetazo y cayó al piso. Le costó reincorporarse. Cuando logró recobrar el sentido, estaba sola. Ya él se había ido.

Al día siguiente fue a su oficina vestida con un pantalón deportivo, un sueter con capucha y una bufanda amarrada al cuello. No podía permitir que nadie viera las marcas en sus muñecas, ni en su cuello, ni en ningún rincón de su rostro. Eran las 7 de la mañana, pensó llegar muy temprano para encerrarse en su oficina, pero al llegar ya el inepto de Guillermo estaba ahí. Después de esa noche tan extraña, ver a ese individuo no le causó ningún tipo de confort, pero por lo menos estaba trabajando. Se dirigió al comedor para servirse un café, para tratar de calmar esa extraña mezcla de sentimiento que le daba vueltas en su estómago. Y ahí fue cuando escuchó de nuevo esa fatídica frase:

-          Sabía que hacía años que no te trataban como lo que eres. Como una puta reprimida. ¿Ahora sí vas a aprender a comportarte como lo que realmente eres? – le decía Guillermo mientras por detrás la sostenía por su mínima cintura.

En ese momento tembló de pánico y el café que sostenía con su mano izquierda se desbordó de la taza. Al oír esas palabras, volteó rápidamente con una expresión de terror y lujuria a la vez. Simplemente no podía creer que eso le estuviese ocurriendo. Justo a ella, que todo lo controla, que todo lo calcula, que todo lo planifica. Así como su café, a Ana María se le había desbordado la vida de su recipiente. Ya todo había cambiado. Guillermo había logrado cambiarlo todo.

3 comentarios:

  1. OMG! de pana no puedo decir otra cosa que no sea eso.
    Pensé que ibas a escribir sobre la espada y la cosa, pero el de la "violación" te quedó excelente.
    Otro, otro, otro!!!
    #CF x 1000000000000

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  2. Haces que el lector imagine verdaderamente la escena que con lujo de detalles describes. Éxito Simón, sin duda alguna ésto es un gran paso. Felicidades.

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