29 may 2011

El hombre santo


“Esto tenemos que celebrarlo, aunque sea muy rápido”, dijo el discípulo mientras su sotana caía al piso como una fina tira de seda. Su mentor  por primera vez sintió pudor, pero no pudo evitar recorrerlo con su mirada. Se acercó al gran portón de su despacho y cerró con llave. Volteó a verlo con una lujuria que jamás había sentido. Era el mismo, su amante de los últimos 8 meses. El mismo con el que había recorrido cada rincón de ese gigantesco y “sagrado” recinto. Pero ahora su investidura lo hacía más poderoso. Su discípulo se entregaba totalmente a él.

“¿Quieres que me quite yo esta pesada sotana o me la quitas tú?”, decía el maestro mientras con su lengua añeja humedeció sus labios. Ya en el discípulo la erección era notable y empezaba a asomarse por el borde de su interior. “Ven, yo te la quito”. El mentor se acercó, pero antes de dejarse tocar, se arrodilló, bajó la ropa interior de su amante y tomó su miembro entre sus manos cincuentenarias. El muchacho apretó sus manos del gran escritorio de caoba del que se apoyaba. Ese que había visto pasar la historia del poderío de esa gran institución. Pensaba que estaban manchando la solemnidad de ese sitio, pero después él mismo se preguntó: "¿cuántos no habrán hecho esto mismo aquí o aun cosas peores?".

A pesar de que se perdió unos segundos en sus reflexiones, el joven no se distrajo de esa mamada magistral que le estaba dando su mentor. No acostumbraba hacerlo, pero ese día era demasiado especial: estaba entrando en los anales de la historia. Ya no era cualquier mortal, y la forma en que le estaba comiendo su pene, justamente, no parecía la de un hombre de este mundo. Su lengua y sus labios lo recorrieron sin parar, sin dejar escapar ni un centímetro de piel, sin dejar de humedecer ni un rincón. Cuando parecía que la erección había llegado a su punto máximo, se puso de pie y miró fijamente a su aprendiz: “Este es un privilegio que no tendrá ningún hombre de este planeta. Desnúdame y métete mi pene hasta el fondo de tu garganta. Vamos”. El joven obedeció, y mordiéndose los labios, procedió.

Con delicadeza, pero sin pausa, soltó los botones frontales de ese ataviaje. Era mucha ropa, pero quería quitarla toda para ver nuevamente ese cuerpo cada vez más cercano a la vejez. No le importaba, solo verlo era el sumun del placer para él. Había sido el primer testigo de la asunción de ese uniforme perpetuo, ahora sería el primero en quitarlo también. Dejó a su maestro desnudo: un cuerpo delgado, con músculos tímidamente definidos, desgastados por el paso de los años. El pecho canoso, las piernas peludas. Pero ahí, en medio de una incipiente vejez decadente, un pene de 24 centímetros que lo llevaba al cielo, al purgatorio, al infierno. A cualquiera lugar donde el placer lo desgarrara. Se agachó, lo tomó entre sus manos como si nunca lo hubiese visto. Lo admiró durante cortos segundo y lo llevó a su boca. Nada más sentir su sabor lo hizo gemir.

Salivaba tanto que le dejó el pene empapado, totalmente húmedo. “Qué bueno, así te podré penetrar más rico que de costumbre. Levántate”. El muchacho hizo lo de costumbre: se puso de pie, abrió sus piernas, apoyó sus manos sobre ese gran escritorio y volteó a ver su dueño. “Penétrame ya, celebra este día poseyéndome como nunca”. Y así fue. Rápido. Intenso. Desbocado. Lujurioso. Violento. En fin, para nada santo, para nada puro, para nada blanco como ese gigantesco uniforme en el piso que pronto volvería a sus hombros. Pero ahora no. Ahora la palidez de su piel chocaba contra las nalgas de su joven amante.

Con sus manos recorría su espalda. A veces se inclinada sobre ella y lo mordía. Otras, se erguía y le propinaba duras nalgas. Mientras su pene entraba y salía de ese culo liberado. Al principio siempre apretaba sus dientes por el dolor, pero pocos segundos después empezaban los gemidos. Esta vez la situación era tan diferente que no sintió dolor alguno. Cada embestida era un gemido agudo y seco. Pero a todas luces, era imposible que alguien afuera los oyera. Ese día, nadie prestaría atención a ningún ruido empañado. Ese día, ellos podrían amarse prácticamente rodeados de una multitud y nadie lo notaría. Así era.

El maestro también estaba más excitado que nunca. Con la responsabilidad que se le venía encima tal vez no tendría mucho tiempo de disfrutar de su amante, así que disfrutaba cada gota de placer que su joven hombre le brindaba. Se aferró a su espalda con fuerza y una última penetración dio paso a un orgasmo celestial, literalmente. Un caudal de placer desembocó dentro de él y dos gemidos al unísono rebotaron en el eco eterno de ese sagrado salón. Respiraron profusamente y en pocos segundos se incorporaron. El joven aprendiz recogió la vestimenta de su maestro, lo uniformó nuevamente. Él también tomó su ropaje nuevamente y asumió el papel, de nuevo, de hombre santo. Se acercó a su dueño, le secó el sudor de su frente mientras lo miraba fijamente a sus ojos. El viejo le dio dos suaves palmadas en su rostro mientras pronunciaba con dulzura “eres el mejor Cardenal Camarlengo que podría haberme enviado el Señor”.

Unos días antes el humo blanco dictaría la asunción al poder de Inocencio XIV. Ahora, luego de celebrar su coronación con su hombre, tomaba el báculo papal y se asomaba al balcón donde una enardecida y devota Plaza de San Pedro esperaba al nuevo Papa.

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