Una sonrisa triunfal se dibujó en mi rostro luego de ver ese mensaje en mi celular. Lo leí y guardé el aparato en el bolsillo de mi camisa. No le respondí, ya cuando me viera llegar sabría la respuesta a su mensaje. De todas formas no podía concentrarme bien en responderle: en el asiento trasero iba Penélope, mi sobrina, echándome uno de sus cuentos fantásticos. Suficiente distracción para manejar en esta ciudad infernal.
Finalmente llegamos a nuestro destino. Ese día la pequeña Daniela cumplía tres años de edad y su mamá nos invitó a todos a la fiesta. Sin embargo por una u otra razón nadie de mi familia pudo asistir y mi hermano dejó en mis brazos a Peny con esa simpática frase: “anda a hacer de tío abnegado y llévate a la bebé a la fiesta. Cuídala mucho y disfruten”. Apenas entramos al edificio nos guió un camino de globos multicolores y Peny, una vez que la dejé en el piso, corrió alegremente hasta llegar al patio central donde tenía lugar la celebración. Yo caminé con calma aunque las manos me sudaban: tenía otra razón para ir a esa fiesta, que para mí no tenía nada de infantil. Ella no estaba ahí así que me dediqué a jugar con la niña de mis ojos hasta el punto que olvidé mis intenciones iniciales. Mientras jugábamos, por algún magnetismo extraño decidí ver hacia la entrada de ese gran patio y ahí la vi llegar. Sentí cómo el estómago se me revolvió y un extraño nudo me trancó la garganta.
Ya era una mujer madura y yo apenas tenía 20 años. Y por supuesto eso era lo que más me excitaba de la situación. Era tan alta como yo y por donde la viera, era un festín de curvas pronunciadas. Unas tetas asomadas muy inteligentemente en un escote tipo “bobo”. Una mínima cintura, un poco atenuada por unos kilos que vienen con el paso de los años, pero que se destaca por unas amplias caderas y un trasero nunca desapercibido. La piel morena que deslumbraba a cualquiera, aderezada por un par de ojos negros carbón y una larga y abundante cabellera lisa del mismo color. Sequé mis manos nerviosas y le dirigí una tímida sonrisa de lejos. Su hijo, Fernandito, corrió a saludar a Peny, y detrás venía ese vaivén hipnótico de caderas que siempre caracterizó a Liliana.
Ya mi sonrisa era imposible de ocultar. Sus largas uñas rojas se posaron sobre mi hombro mientras su rostro se acercaba en cámara lenta al mío. Sus labios –de rojo intenso también- rozaron delicadamente la comisura de los míos y luego, un medio abrazo acompañado de su ronca voz retumbando en el borde de mi oreja: “Mi amor tú a medida que creces te pones cada vez más atractivo”. Y yo, con una sonrisa acalambrada que ya rayaba en la estupidez, respondí sin titubear “lo mismo aplica para ti, Liliana”. “Tú siempre tan galán, debes tener a todas las mujeres locas”, replicó mientras su mirada recorría mi cuerpo de abajo a arriba. Conversamos no durante mucho. Ella tenía que atender la fiesta, ya que era la tía de Danielita.
Así transcurrió la tarde. Miradas furtivas, sonrisas disimuladas, convenientes roces, conversaciones forzadas y manos que de vez en cuando se atrevían a posarse en lugares indebidos. Pero yo no tenía claro qué iba a ocurrir. O, para ser más sincero, no me atrevía a propiciar nada. Esa era una mujer, o mejor un mujerón, que me atemorizaba y me dejaba paralizado. Sin saber cómo iba a dar el siguiente paso. Sin embargo eso duró poco. Liliana sabía exactamente cómo iba a ser y cuando empezó a ocultarse el sol, dio el primer paso.
“Mi amor, me puedes ayudar a buscar un muñeco que se le perdió a Fer, no lo consigo”, fue el mensaje de texto que recibí. Le pregunté dónde estaba y de inmediato me contestó: “levanta la mirada”. Allá estaba, al otro lado de ese inmenso patio, justo en la esquina donde el castillo inflable hacía un pequeño rincón con el gran paredón. “Fer me dijo que un amiguito lanzó su muñeco detrás del castillo mientras brincaban, pero esto está muy oscuro y no veo nada ¿me ayudas?”. Asentí sin dudarlo y justo cuando caminábamos hacia ese pequeño rincón me llamó Penélope. Volteé, ella solo quería mostrarme cómo pateaba la pelota nueva que le habían regalado a Daniela. La felicité de lejos y le lancé un beso. Me devolví y ya Liliana no estaba. “Estoy aquí, ven”, me murmuró. La sombra que se proyectaba en ese mínimo rincón era oscura, pero aún se podía ver. Y lo primero que vi me congeló la sangre.
“He notado que llevas toda la tarde viéndome las tetas, casi se puede ver cómo salivas. ¿Te gustan?”, me preguntó Liliana mientras las dejaba escapar abriendo su escote y me miraba lujuriosamente. “S…s…sí…me….me gustan mucho”, me costaba articular palabras. Hasta ese momento tenía exactamente seis años fantaseando con ella. Yo pensaba que jamás iba a suceder, aún cuando varios meses de mensajes ininterrumpidos apuntaban a lo contrario. Terminé de abrir su escote y sus grandes pezones oscuros salieron a mi encuentro, mi boca se hizo dueña de ellos y mis manos se apoderaban de cuanta curva definía su figura. Liliana solo se dedicó a gemir y sonreír de placer. Tenía varios años sin disfrutar el ser tan deseada y poseída por un hombre. Mientras seguía sujetando sus tetas entre mis manos subí y besé su cuello. Llegué hasta su boca y la besé como jamás había besado a una mujer. Sentía que quería arrancarle el aliento y absorberle la vida desde sus labios. Ella me apretó contra sí al sentir la intensidad de mis besos y sin perder tiempo apretó mi pene que pedía a gritos ser liberado del pantalón. “No tenemos mucho tiempo mi galán, hazme tuya de una buena vez. Ya es hora de que cumpla tu fantasía conmigo”, me susurró ella entre gemidos, mientras sus ojos me devoraban. Ella se volteó y como pudo apoyó sus manos del castillo inflable. Yo levanté la falda del vestido albinegro y bajé su panty violentamente. Ver esas gigantescas caderas apuntando hacia mí y esa morena vagina depilada esperando a ser penetrada me aceleró el corazón como nunca. Me parecía que estaba a punto de desmayarme del placer. Froté mi pene contra su clítoris, ya caudalosamente húmedo y ella gimió sutilmente. “No aguanto más mi amor, penétrame ya, cógeme, llevo todo el día pensando en este momento, hazme tuya, por favor, poséeme ya”. Y esa frase fue tajantemente interrumpida por un intenso gemido mientras la penetraba. Ella se tapó la boca, pero la música infantil a todo volumen más todos los niños gritando dentro del castillo disimulaban los jadeos desaforados de Liliana. Ella tenía los ojos cerrados y yo cada vez la penetraba con más intensidad. “Me vuelves loca mi amor, siento que me desmayo de tanto placer que me das, cógeme más duro, acaba para mí, acaba dentro de mí, lléname de tu leche”. Las paredes del castillo inflable se movían al ritmo de mis penetraciones, pero nadie lo notaba. Allí, detrás de un cúmulo de alegría e inocencia infantil, estaba ocurriendo el acto más lascivo y lujurioso de todos: una fantasía se estaba cumpliendo. Finalmente sentí cómo todo mi cuerpo empezó a temblar e intensas contracciones me hicieron eyacular dentro de ella. Se lo metí hasta el fondo mientras gemía con cada chorro que salía de mí. Quedamos unos breves segundos recostados del castillo, mientras nuestras sonrisas se perdían en besos esporádicos. Pero nos incorporamos rápidamente cuando empezamos a oír la voz de Fernando llamando a su mamá. Como pudimos nos acomodamos velozmente y justo cuando logré abotonar mi pantalón, el pequeño se asomó al principio de ese oscuro rincón.
- ¡Mamá ya encontré mi muñeco! Había caído debajo del castillo, pero ya lo rescaté.
- ¡Qué bueno hijo! Y nosotros buscándolo por aquí atrás, con razón no lo conseguíamos. Ven mi príncipe, vamos, que ya es hora de romper la piñata.
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