21 jun 2011

Al borde de la cordura


La noche finalmente había llegado. Dadas las circunstancias, a Armando le había costado mucho tomar esa decisión. Pero se sentía casi seguro de que Marta también quería estar con él. El reconocido siquiatra estaba a punto de trasgredir por primera vez los límites de la ética. Ya a estas alturas no le importaba mucho, se sentía profundamente atraído por Marta, su paciente predilecta, y esa noche la haría suya. Las señales de “la mujer de hielo”, como le decían en la clínica, eran erráticas. Pero muy en el fondo, entre sonrisas y miradas esquivas, entre susurros y caricias accidentales, Armando sentía que Marta quería entregársele. Ahí, en algún lugar de su trastornada personalidad, esa mujer deseaba ser poseída por él.

Así fue y, a decir verdad, no hubo mayor problema. Nadie sospecharía del jefe del departamento de siquiatría. Nadie objetaría que visitara a una paciente en plena madrugada. Nadie objetaría si pedía que los dejaran solos. “Es una prueba que quiero hacer con la paciente Schmidt, necesito estar a solas con ella. A esta hora, fuera del contexto de la consulta”. Una palmada en el hombro del custodio y quedaron solos. Las manos de Armando temblaban mientras empuñaba la llave que abría la habitación de Marta.

Ahí estaba ella, sentada, con la camisa de fuerza abierta y una mirada agresiva y penetrante. Sus ojos incendiados de deseo y rencor. “¿Qué estás haciendo aquí Armando?, ¿a qué viniste?”. Él cerró la gran puerta de acero. No pronunció palabras. Sencillamente la puso de pie, sujetó sus mangas y se acercó para besarla. Cuando Marta intentó reaccionar no pudo, el doctor sujetaba sus brazos a través de la camisa. “Suéltame cochino, desgraciado, maldito. Tú no me vas a poner ni un dedo encima. ¡Cabrón! ¡Suéltame! ¡Te voy a matar!”, gritaba Marta desbocadamente. Armando no prestaba atención. Solo jaló su cabello hacia atrás con fuerza y empezó a besar su cuello. Marta gritaba, gruñía, se retorcía de furia. No quería. Armando la empujó sobre la cama nuevamente, se acostó encima de ella, la ahorcó con fuerza y le propinó una bofetada. “¡Las dos van a ser mías hoy! Tú, la fría y distante y la otra Marta, la que me ama”.  Volvió a besarla, pero esta vez ella correspondió su beso. Había comenzado el juego.

“Mi amor, mi doctor, tengo meses esperando este momento. Te amo con locura. Aquí estoy, soy toda tuya”. Un cambio abrupto de personalidad y Marta ahora bebía de la lujuria de Armando. Rápidamente él soltó su camisa de fuerza y la pequeña camisa blanca fue arrancada con fuerza  por sus varoniles manos. Ahí quedaron al descubierto sus senos, que ahora serían devorados entre mordiscos y lamidas. Marta gemía como si nunca hubiese sido tocada por hombre alguno. Rápidamente se sintió humedecida e invadida por intensos escalofríos. Armando jadeaba, no podía creer lo que estaba haciendo, pero lo estaba haciendo. Se incorporó rápidamente y rompió también su mono. La dejó completamente desnuda. No le importaba el mañana. Ni cómo explicaría eso. Solo quería consumar el deseo que lo carcomía desde meses. Desde aquel fatídico y bendito día que ingresó esa mujer de gélida sonrisa.

Abrió sus piernas, dispuesto a lamer todos los jugos que emanaban de ella. Pero de repente sintió un fuerte empujón, seguido de un intenso puñetazo en su rostro. Armando caía al piso mientras Marta volvía a gritar “te voy a matar degenerado, no voy a dejar que me hagas nada. Te dije que yo no quiero estar contigo. Cerdo. Cerdo. ¡Cerdo! Jamás seré tuya”. Él sabía perfectamente a qué atenerse, conocía con exactitud el trastorno de Marta. La sometió nuevamente, desnuda por completo. Amarró sus manos a la cama con una correa. Abrió nuevamente sus piernas y empezó a comerse su clítoris. Ella seguía gritando a viva voz, infructíferamente. “Cállate puta, nadie te va a oír. Nadie vendrá por ti. Te dije que hoy serías mía. Aquí mando yo, no tú”. A medida que seguía succionando su clítoris, le metió dos dedos. Se deslizaron fácilmente dentro de ella, empapada de deseo y rabia. Solo 5 segundos le tomó separarse de ella para desnudarse. Ahí estaba, su pene totalmente erecto. Duro como una piedra. Apuntando hacia ella. Apenas Marta vio eso, sus piernas temblaron y sintió un vacío en el estómago. Se debatía entre querer y odiar. Armando había sido un represor implacable. Quería erradicar esa parte de su personalidad que, según él, la tenía ahí recluida. “Te lo juro que te voy a matar, cerdo. Apenas te descuides, ¡te mato!”, y la última palabra no pudo ser pronunciada. El eminente doctor le dio tres fuertes cachetadas y de inmediato se lanzó sobre ella. La penetró sin miramientos.

Marta soltó un gemido seco y ausente. Acto seguido susurró al oído de su amante. “Te amo Armando. Sigue haciéndome tuya. No pares. No la oigas a ella. Yo te quiero. Te deseo. Te anhelo. Al fin soy tu mujer, no dejes que nada estropee este momento”. Armando respondió con una sonrisa victoriosa y siguió embistiendo a su paciente. Apretaba sus senos, los mordía, recorría su cuello con la lengua, bajaba sus manos y apretaba sus nalgas. La penetraba como si quisiera partirla por la mitad. Ella empezó a gemir con él, al compás de sus penetraciones. Le pidió que la soltara, pero él no lo hizo. Le pidió que la besara, pero él no lo hizo. Le pidió que acabara dentro de ella, pero tampoco lo hizo. Empezó a cerrar los ojos mientras la embestía cada vez con más ahínco. Marta sentía dolor, pero lujuria y amor a la vez. Estaba perdidamente enamorada. Estaba perdidamente llena de odio. Emociones que iban y venían. Armando sacó su pene, se masturbó y le bañó el cuerpo completo a su paciente. A su mujer. A sus mujeres. Marta volvió a gritar y maldecir a su amante y violador.

Armando parpadeó. Mientras estaba arrodillado frente a ella, con su pene en su mano mientras acababa, parpadeó. Sus párpados tardaron años en abrir y cerrar. Todo se tornó lento y pesado. Su respiración se trancó en su pecho y un fuerte buche de sangre subió por su garganta. Parpadeó. Y apenas abrió los ojos todo volvió a velocidad normal. Dos corpulentos celadores se abalanzaban sobre él. El puño de uno de ellos impactó en su rostro, mientras el otro amarraba sus manos con una correa de cuero. Había logrado acorralar a Marta en un rincón del siquiátrico el tiempo suficiente para violarla. Allí estaba, sometido en el piso, gritando por clemencia. “Yo no hice nada. Yo me porto bien. Lo juré. Yo no la toqué. Yo no hice nada”. Explotó en llanto. Mientras la doctora Marta Schmidt trataba de taparse con lo que quedaba de su ropa magullada. A decir verdad, ya nada importaba. Era irrelevante para él, si había sido el doctor que había poseído a su paciente, o si había sido el paciente que había poseído a su doctora. Armando finalmente había tenido a Marta para él.

6 jun 2011

El regalo perfecto


“Antolinez Guédez, Marco José”.

Se oyó en el parlante el nombre del primer bachiller. Ese orgulloso adolescente que recibía el título que lo acreditaba como adulto. Como responsable de sus actos. Como dueño de su destino. Como un futuro ser productivo de la patria. Allá se aproximaba a la tarima, donde lo más destacado del cuerpo docente del Instituto Educativo Nuestra Señora del Rosario recibía, año a año, a las nuevas generaciones que saldrían de ese colegio a enfrentarse al mundo.

Mientras tanto, a mitad del auditorio se vislumbraba la mirada perdida de Ernesto. Solo estuvo ahí unos breves segundos y luego ya no estuvo más. Lo tenía todo cuidadosamente calculado y sabía que era ese momento, o nunca. De todas formas su apellido era Samán, sería uno de los últimos en ser llamado, entre 150 futuros bachilleres. Sabía que ese día Carolina estaría sola en su oficina, armando la nómina del mes, porque siempre dejaba ese trabajo para última hora. También sabía que ella lo estaría esperando. Su acuerdo era implícito: miradas, sonrisas, leves susurros en cualquier pasillo y una frase que dejo a Ernesto flotando entre las aulas durante los últimos dos meses: “entre todos, el mejor regalo de graduación que recibas va a ser el mío”.

“Balado Pérez, Andreína Coromoto”.

Ya iba por la “B”. No es que quedará poco tiempo, pero el joven Samán debía salir rápido del nerviosismo e ir al otro lado de ese inmenso colegio. Allá estaba ella esperándolo. Haciendo su trabajo, sí, pero ansiosa porque la puerta se abriera y apareciera ese muchachito. Ese que encarnaba el pecado y la tentación de robarle la ingenuidad a un joven que solo era grande de físico, pero carente de experiencia. Ernesto no le había contado nada a nadie. Sabía que ni un alma de esa promoción XXXIV le creería que él, el tímido Samán, había tenido entre sus brazos a Carolina. A la asistente de administración del colegio. A la mujer más deseada y envidiada de toda la institución.

“Carabal Núñez, Antonella Beatriz”.

Ya Ernesto no estaba ahí. Solo quedaría la estela de su perfume al levantarse de súbito y caminar nerviosamente por el patio central hasta las oficinas administrativas. Al abrir la primera puerta ya oiría el tecleo incesante de las prístinas uñas de Carolina. Esas que se clavaban en las espaldas de todos los jóvenes del recinto, en sus incipientes sueños húmedos. Y finalmente dos corazones paralizados al abrirse esa puerta. El tecleo detenido. Ernesto que miraba a Carolina con ansiedad y ella que lo traspasaba con su mirada de plomo. “Al fin llegaste mi amor, pensé que no querías recibir tu regalo”, pronunció ella mientras se levantaba de su silla y se dirigía a él, a la par que iba abriendo su camisa para dejar a la vista dos tetas perfectas, sostenidas levemente por un sostén de encaje blanco. Los ojos de Ernesto si acaso se contuvieron en sus órbitas.

“De Oliveira, José Francisco”.

Los bachilleres seguían pasando uno a uno. Toda la atención estaba centrada en ese acto. Entre tantos muchachos, nadie notaría la silla vacía de Samán Ortega, Ernesto Santiago, hasta bien pasado un rato. Allá, en el otro extremo, caía la toga y el birrete azul, así como incesantes gotas de sudor por todo el cuerpo del bachiller. Podrían pasar mil años y él jamás terminaría de creer que eso le estaba pasando a él. “Uy por poco lo olvido. Tengo mucho tiempo deseando verte desnudo, pero hoy el homenajeado eres tú. Así que siéntate y ve mi cuerpo desnudarse para ti”. La sonrisa de él ya era indeleble a estas alturas. Soltaría su sostén, sin dejarlo caer. Ernesto soñaba desde los 14 años con esos senos siempre asomados, siempre firmes. Pero Carolina se volteó justo cuando la prenda cayó al piso. En su lugar pudo admirar una perfecta espalda morena, adornada por un lujurioso tatuaje en la parte baja. Empezaría a soltarse el jean acompasado de una oscilación hipnótica de caderas. Voltea mientras bate su lisa y castaña cabellera por los aires, apuntando hacia él una sonrisa de satisfacción y poderío. Esa tarde ella mandaba sobre él. Finalmente ese día él llegaría a la hombría, por partida doble.

“Hernández Rojas, Tulio Fernando”.

Él veía a Carolina como una mujer demasiado adulta, pero apenas tenía 27. Aunque no era cualquier cosa: era 10 años mayor. Finalmente se mostró totalmente desnuda ante los ojos desbocados de Ernesto. “¿Te gusta lo que ves?” y él asiente con un gesto casi autista. Se acercó sinuosamente a él, se le sentó encima y empezó a besarlo profusamente. Agarró sus manos y las puso sobre sus senos. “Tócame, manoséame. Todo esto es para ti”.

“Perozo Franco, Giselle Andreína”.

Carolina se paró y le dio la espalda a Ernesto. Admiró ese mínimo cuerpo, pero perfecto. Morena, de piel brillante, con unas nalgas perfecta, con ese provocativo caminar. “¿Qué esperas para terminar de desnudarte? ¿Que digan tu nombre allá en el auditorio? Ven, tómame. Todo esto es para ti”, lo retó mientras se inclinaba sobre el escritorio de la administradora y abría sus piernas, dejando ver la entrada al paraíso. Ese, el centro de todas sus fantasías. Ernesto se desnudó con desespero, mientras Carolina lo miraba de reojo y admiraba ese joven cuerpo, definido, demasiado fresco, demasiado varonil. Y una dotación que la complació bastante. Ernesto se paró detrás de ella, sostuvo su pene rígido y la penetró. Finalmente. Después de fantasear millones de veces con esa pequeña y exuberante morena, era suya. La embistió como si el mundo fuera a acabarse en cinco minutos. De cierta forma era así, pronto lo nombrarían y a como dé lugar tendría que estar en el auditorio de vuelta.

“Ramírez Urbina, Germán Carlos”.

Ernesto volteó a Carolina, la alzó rápidamente y la sentó en el escritorio. Volvió a penetrarla mientras manoseaba sus tetas. Mordía sus labios. Estaba extasiado. Estaba alucinando. Su pene estaba abarrotado de placer. Jamás se había sentido así. Carolina  no paraba de gemir y de verlo lujuriosamente con esos profundos ojos negros. La morena más deseada de ese colegio era de él. Nadie se lo creería. No importaba, él sabía que había estado dentro de ella para nunca más salir. Y ella, dentro de sus fantasías, ahora cumplidas. Ernesto cerró los ojos mientras seguía penetrándola y apretó sus manos alrededor de los senos de ella. Carolina detectó rápidamente la primera contracción y se agachó. Lo masturbó violentamente, viéndolo directo a los ojos. “Así es mi niño, dámela toda anda. Quiero probarte hasta la última gota”. Abrió la boca y no dejó escapar nada. Ernesto exhaló la vida completa. Sonrió la felicidad infinita. Respiró todo el oxígeno del planeta. Era hombre finalmente. 

-          Samán Ortega, Ernesto Santiago –había llegado su turno.

-          Samán Ortega, Ernesto Santiago

-          Samán Ortega, Ernesto Santiago – era el tercer llamado del joven - ¿dónde está el bachiller que no sube a la tarima? – increpaba el moderador mientras asomaba la vista hacia las sillas.

“¡Coño Ernesto te están llamando!, ¡reacciona pana!, ¿qué te pasa?”, le gritó casi al oído Virginia, su mejor amiga, mientras lo sacudía por el hombro izquierdo. Ernesto salió de su letargo y volvió al auditorio. Sí, lo planificó todo cautelosamente. Sí, el plan era perfecto, nadie los iba a descubrir. Pero sencillamente se quedó sentado en su silla, atado por los nervios. Él subiría a recibir su título y sería uno más de los que fantasearía por siempre con Carolina. Allá, ella lo esperaba ansiosamente para darse cuenta que nunca vendría. Sumidas en la labor de terminar la nómina, las prístinas uñas de Carolina no se clavarían en la espalda de Ernesto, nunca. Jamás.

1 jun 2011

Pacto de amor


“¡Bueno! ¡Ya está bueno Andrea! ¡Concéntrate, que no eres cualquier invitada en esta boda! Pensaba ella, en un intento de mantener la calma. Minutos antes, en una capilla arrinconada y en desuso, Román había poseído su cuerpo como jamás lo habían hecho. Ella, toda arreglada, maquillada y convertida en princesa ese día para que él viniera a tratarla como una perra…y que a ella le gustara. Así no lo planeó.

“Queridos hermanos: estamos aquí junto al altar, para que Dios garantice con su gracia vuestra voluntad de contraer Matrimonio ante el Ministro de la Iglesia y la comunidad cristiana ahora reunida…”

Comenzó el ritual del santo sacramento del matrimonio, donde se une un amor eterno y puro. Pero Andrea no podía sino pensar en carne, sudor, lascivia. La que había vivido allá, arrinconada entre bancos viejos, polvorientos y unas pocas imágenes católicas desteñidas por los siglos. Allá se veía la novia, toda de blanco, inmaculada, radiante. Mientras de la frente de Andrea caía una insolente gota de sudor. Sus pensamientos no le permitían concentrarse. “¡Dios mío! ¡Permíteme pensar en otra cosa!”, todo su pequeño y delgado cuerpo de 1,65 mts. estaba en esa húmeda capilla. Ella pensaba que todos se daban cuenta de que su pecho estaba inflado de lujuria. Pero la verdad era que no, nadie veía sus pulmones exhalando placer, así como nadie podía ver el rostro de la novia debajo del velo. A ciencia cierta, nadie sabía si ahí había seguridad o temor.

“¿Venís a contraer matrimonio sin ser coaccionados, libre y voluntariamente? Sí, venimos libremente. ¿Estáis decididos a amaros y respetaros mutuamente, siguiendo el modo de vida propio del Matrimonio, durante toda la vida? Sí, estamos decididos. ¿Estáis dispuestos a recibir de Dios responsable y amorosamente los hijos, y a educarlos según la ley de Cristo y de su Iglesia?  Sí, estamos dispuestos…”.

“Pero qué atrevido es Román. Qué patán. Y yo que me dejé. ¡Ay!, pero cómo no dejarse si es tan sexy. Ese cuerpo perfecto que tiene, esos brazos definidos, esa sombra de barba que tanto me mata. Esos ojos ámbar que me hipnotizan. Unas canas que se asoman en su cabellera. Esa sonrisa malévola…”. Él lo sabía, había tenido a Andrea derretida desde el día que se conocieron. No tenía la seguridad si después de ese día volvería a verla, así que decidió dar el primer –y tal vez último- paso. Sabía que ella tendría que llegar más temprano a la Iglesia, así que un mensaje de texto oportuno y mientras caminaba por el pasillo externo de la nave principal, un jalón de su brazo la llevó dentro de esa capilla y vio cómo este hombre de ensueño cerraba la puerta y atravesaba un viejo banco delante de ella.

“Pero ¿qué haces Román? ¿Te volviste loco?”, le susurró Andrea. Rápidamente él se abalanzó sobre ella y cerró sus labios con un beso breve. “Vas a ser mía Andrea. Sé que mañana te vas del país. Lo sé. Tienes que ser mía. ¡Tienes que ser mía antes de irte para siempre!”. Román volvió a besarla. Andrea no pronunció ni una palabra más, sabía que tenía poco tiempo y sabía también que, aunque no debía estar ahí sino ocupándose de los preparativos de la boda, lo quería. Quería entregarse a él. Subió su rostro y le entregó primero su cuello. Él lo recorrió con su lengua. Lo besó. Lo abrazó con sus labios. Luego bajó el cierre trasero de su vestido y puso las manos de Román en el borde del escote. Él jaló con desespero el corsé y junto a él cayó el resto de su vestimenta. Ahí estaba la fantasía sempiterna de noches solitarias: Andrea. De piel cremosa, de chispas de chocolate, de contextura delicada, de senos perfectos, de sonrisa altiva, de ojos nocturnos, de cabellera caudalosa, de cabellera sin curvas. El brillo ocre del atardecer que chocó en su dentadura perfecta y un leve susurro: “¿y qué esperas? Hazme tuya. Hazme tuya, ya”. Y Román se abalanzó sobre ella. La alzó por sus nalgas y la cargó. Ella lo abrazó con sus piernas y sintió su espalda chocar contra la pared…

“…así, pues, ya que queréis contraer santo matrimonio, unid vuestras manos, y manifestad vuestro consentimiento ante Dios y su Iglesia. Yo te quiero a ti como esposa y me entrego a ti, y prometo serte fiel en la prosperidad y en la adversidad, en la salud y en la enfermedad, y así amarte y respetarte todos los días de mi vida…”. Se repetían los novios llenos de amor y esperanza.

…Las manos de Andrea descendieron con precisión logró bajar la cremallera de Román. Liberó su pene y de solo tocarlo jadeó. Mientras, él tocaba sus senos y lamía, besaba y mordía cada una de sus pecas, sus pezones fueron presa fácil de su hambre. Luego bajó otra mano y empezó a masturbarla. Su humedad la recibió gustosamente y un millón de gemidos por segundo eran muteados inmediatamente por sus labios cerrados. Otro susurro de esos que mataban a Román: “Hazme tuya Román. Te dije que me hicieras tuya ¡ya! Penétrame. Hazme tuya”. Él se incorporó, la alzó levemente por sus nalgas nuevamente y la bajó. La penetración fue directa y profunda. Ambos gimieron y como en un espejo, una misma gota de sudor bajaba de sus frentes…

“El Señor confirme con su bondad este consentimiento vuestro que habéis manifestado ente la Iglesia y os otorgue su copiosa bendición. Lo que Dios ha unido, que no lo separe el hombre…”

Como una estrella fugaz que surca el cielo, breves segundos separaron a Andrea y Román del placer. Pero duraría una eternidad. Millones de gemidos, respiraciones, mordiscos, penetraciones violentas, desesperadas. Ojos cerrados. Uñas clavadas. Piel rugosa contra tez delicada. Humedad. Choque de pieles. Sudor cayendo. Eyaculación. Exhalación. Latidos rápidos e imperceptibles. Miradas cruzadas. “Eres mía. Ya no importa lo que pase mañana. Eres mía”. Esas palabras harían eco eterno en esa mente que hasta ese día parecía ser anecoica. Era de él.

“Ya está bueno Andrea. Sí, lo hiciste, te entregaste a él. Pero ahora tienes que concentrarte. Eso fue hace dos horas. Ahora, es la hora de la boda”.

“En el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo. Que la Virgen los acompañe siempre. Ahora los declaro marido y mujer. Los novios pueden besarse…”

Ahí estaba Andrea, detrás del velo. Descubierto ahora por su esposo. Notó que estaba sonrosada, pero supuso que era la felicidad de casarse finalmente. La besó con pasión y ternura y ella correspondió su beso. Y mientras sus labios pactaban amor eterno, de reojo vio allá sentado en la primera fila a Román. Su sonrisa tenía un doble motivo: la había poseído horas antes, pero además era el orgulloso suegro, porque sabía la clase de mujer con la que se estaba casando su hijo.