6 jun 2011

El regalo perfecto


“Antolinez Guédez, Marco José”.

Se oyó en el parlante el nombre del primer bachiller. Ese orgulloso adolescente que recibía el título que lo acreditaba como adulto. Como responsable de sus actos. Como dueño de su destino. Como un futuro ser productivo de la patria. Allá se aproximaba a la tarima, donde lo más destacado del cuerpo docente del Instituto Educativo Nuestra Señora del Rosario recibía, año a año, a las nuevas generaciones que saldrían de ese colegio a enfrentarse al mundo.

Mientras tanto, a mitad del auditorio se vislumbraba la mirada perdida de Ernesto. Solo estuvo ahí unos breves segundos y luego ya no estuvo más. Lo tenía todo cuidadosamente calculado y sabía que era ese momento, o nunca. De todas formas su apellido era Samán, sería uno de los últimos en ser llamado, entre 150 futuros bachilleres. Sabía que ese día Carolina estaría sola en su oficina, armando la nómina del mes, porque siempre dejaba ese trabajo para última hora. También sabía que ella lo estaría esperando. Su acuerdo era implícito: miradas, sonrisas, leves susurros en cualquier pasillo y una frase que dejo a Ernesto flotando entre las aulas durante los últimos dos meses: “entre todos, el mejor regalo de graduación que recibas va a ser el mío”.

“Balado Pérez, Andreína Coromoto”.

Ya iba por la “B”. No es que quedará poco tiempo, pero el joven Samán debía salir rápido del nerviosismo e ir al otro lado de ese inmenso colegio. Allá estaba ella esperándolo. Haciendo su trabajo, sí, pero ansiosa porque la puerta se abriera y apareciera ese muchachito. Ese que encarnaba el pecado y la tentación de robarle la ingenuidad a un joven que solo era grande de físico, pero carente de experiencia. Ernesto no le había contado nada a nadie. Sabía que ni un alma de esa promoción XXXIV le creería que él, el tímido Samán, había tenido entre sus brazos a Carolina. A la asistente de administración del colegio. A la mujer más deseada y envidiada de toda la institución.

“Carabal Núñez, Antonella Beatriz”.

Ya Ernesto no estaba ahí. Solo quedaría la estela de su perfume al levantarse de súbito y caminar nerviosamente por el patio central hasta las oficinas administrativas. Al abrir la primera puerta ya oiría el tecleo incesante de las prístinas uñas de Carolina. Esas que se clavaban en las espaldas de todos los jóvenes del recinto, en sus incipientes sueños húmedos. Y finalmente dos corazones paralizados al abrirse esa puerta. El tecleo detenido. Ernesto que miraba a Carolina con ansiedad y ella que lo traspasaba con su mirada de plomo. “Al fin llegaste mi amor, pensé que no querías recibir tu regalo”, pronunció ella mientras se levantaba de su silla y se dirigía a él, a la par que iba abriendo su camisa para dejar a la vista dos tetas perfectas, sostenidas levemente por un sostén de encaje blanco. Los ojos de Ernesto si acaso se contuvieron en sus órbitas.

“De Oliveira, José Francisco”.

Los bachilleres seguían pasando uno a uno. Toda la atención estaba centrada en ese acto. Entre tantos muchachos, nadie notaría la silla vacía de Samán Ortega, Ernesto Santiago, hasta bien pasado un rato. Allá, en el otro extremo, caía la toga y el birrete azul, así como incesantes gotas de sudor por todo el cuerpo del bachiller. Podrían pasar mil años y él jamás terminaría de creer que eso le estaba pasando a él. “Uy por poco lo olvido. Tengo mucho tiempo deseando verte desnudo, pero hoy el homenajeado eres tú. Así que siéntate y ve mi cuerpo desnudarse para ti”. La sonrisa de él ya era indeleble a estas alturas. Soltaría su sostén, sin dejarlo caer. Ernesto soñaba desde los 14 años con esos senos siempre asomados, siempre firmes. Pero Carolina se volteó justo cuando la prenda cayó al piso. En su lugar pudo admirar una perfecta espalda morena, adornada por un lujurioso tatuaje en la parte baja. Empezaría a soltarse el jean acompasado de una oscilación hipnótica de caderas. Voltea mientras bate su lisa y castaña cabellera por los aires, apuntando hacia él una sonrisa de satisfacción y poderío. Esa tarde ella mandaba sobre él. Finalmente ese día él llegaría a la hombría, por partida doble.

“Hernández Rojas, Tulio Fernando”.

Él veía a Carolina como una mujer demasiado adulta, pero apenas tenía 27. Aunque no era cualquier cosa: era 10 años mayor. Finalmente se mostró totalmente desnuda ante los ojos desbocados de Ernesto. “¿Te gusta lo que ves?” y él asiente con un gesto casi autista. Se acercó sinuosamente a él, se le sentó encima y empezó a besarlo profusamente. Agarró sus manos y las puso sobre sus senos. “Tócame, manoséame. Todo esto es para ti”.

“Perozo Franco, Giselle Andreína”.

Carolina se paró y le dio la espalda a Ernesto. Admiró ese mínimo cuerpo, pero perfecto. Morena, de piel brillante, con unas nalgas perfecta, con ese provocativo caminar. “¿Qué esperas para terminar de desnudarte? ¿Que digan tu nombre allá en el auditorio? Ven, tómame. Todo esto es para ti”, lo retó mientras se inclinaba sobre el escritorio de la administradora y abría sus piernas, dejando ver la entrada al paraíso. Ese, el centro de todas sus fantasías. Ernesto se desnudó con desespero, mientras Carolina lo miraba de reojo y admiraba ese joven cuerpo, definido, demasiado fresco, demasiado varonil. Y una dotación que la complació bastante. Ernesto se paró detrás de ella, sostuvo su pene rígido y la penetró. Finalmente. Después de fantasear millones de veces con esa pequeña y exuberante morena, era suya. La embistió como si el mundo fuera a acabarse en cinco minutos. De cierta forma era así, pronto lo nombrarían y a como dé lugar tendría que estar en el auditorio de vuelta.

“Ramírez Urbina, Germán Carlos”.

Ernesto volteó a Carolina, la alzó rápidamente y la sentó en el escritorio. Volvió a penetrarla mientras manoseaba sus tetas. Mordía sus labios. Estaba extasiado. Estaba alucinando. Su pene estaba abarrotado de placer. Jamás se había sentido así. Carolina  no paraba de gemir y de verlo lujuriosamente con esos profundos ojos negros. La morena más deseada de ese colegio era de él. Nadie se lo creería. No importaba, él sabía que había estado dentro de ella para nunca más salir. Y ella, dentro de sus fantasías, ahora cumplidas. Ernesto cerró los ojos mientras seguía penetrándola y apretó sus manos alrededor de los senos de ella. Carolina detectó rápidamente la primera contracción y se agachó. Lo masturbó violentamente, viéndolo directo a los ojos. “Así es mi niño, dámela toda anda. Quiero probarte hasta la última gota”. Abrió la boca y no dejó escapar nada. Ernesto exhaló la vida completa. Sonrió la felicidad infinita. Respiró todo el oxígeno del planeta. Era hombre finalmente. 

-          Samán Ortega, Ernesto Santiago –había llegado su turno.

-          Samán Ortega, Ernesto Santiago

-          Samán Ortega, Ernesto Santiago – era el tercer llamado del joven - ¿dónde está el bachiller que no sube a la tarima? – increpaba el moderador mientras asomaba la vista hacia las sillas.

“¡Coño Ernesto te están llamando!, ¡reacciona pana!, ¿qué te pasa?”, le gritó casi al oído Virginia, su mejor amiga, mientras lo sacudía por el hombro izquierdo. Ernesto salió de su letargo y volvió al auditorio. Sí, lo planificó todo cautelosamente. Sí, el plan era perfecto, nadie los iba a descubrir. Pero sencillamente se quedó sentado en su silla, atado por los nervios. Él subiría a recibir su título y sería uno más de los que fantasearía por siempre con Carolina. Allá, ella lo esperaba ansiosamente para darse cuenta que nunca vendría. Sumidas en la labor de terminar la nómina, las prístinas uñas de Carolina no se clavarían en la espalda de Ernesto, nunca. Jamás.

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