La noche finalmente había llegado. Dadas las circunstancias, a Armando le había costado mucho tomar esa decisión. Pero se sentía casi seguro de que Marta también quería estar con él. El reconocido siquiatra estaba a punto de trasgredir por primera vez los límites de la ética. Ya a estas alturas no le importaba mucho, se sentía profundamente atraído por Marta, su paciente predilecta, y esa noche la haría suya. Las señales de “la mujer de hielo”, como le decían en la clínica, eran erráticas. Pero muy en el fondo, entre sonrisas y miradas esquivas, entre susurros y caricias accidentales, Armando sentía que Marta quería entregársele. Ahí, en algún lugar de su trastornada personalidad, esa mujer deseaba ser poseída por él.
Así fue y, a decir verdad, no hubo mayor problema. Nadie sospecharía del jefe del departamento de siquiatría. Nadie objetaría que visitara a una paciente en plena madrugada. Nadie objetaría si pedía que los dejaran solos. “Es una prueba que quiero hacer con la paciente Schmidt, necesito estar a solas con ella. A esta hora, fuera del contexto de la consulta”. Una palmada en el hombro del custodio y quedaron solos. Las manos de Armando temblaban mientras empuñaba la llave que abría la habitación de Marta.
Ahí estaba ella, sentada, con la camisa de fuerza abierta y una mirada agresiva y penetrante. Sus ojos incendiados de deseo y rencor. “¿Qué estás haciendo aquí Armando?, ¿a qué viniste?”. Él cerró la gran puerta de acero. No pronunció palabras. Sencillamente la puso de pie, sujetó sus mangas y se acercó para besarla. Cuando Marta intentó reaccionar no pudo, el doctor sujetaba sus brazos a través de la camisa. “Suéltame cochino, desgraciado, maldito. Tú no me vas a poner ni un dedo encima. ¡Cabrón! ¡Suéltame! ¡Te voy a matar!”, gritaba Marta desbocadamente. Armando no prestaba atención. Solo jaló su cabello hacia atrás con fuerza y empezó a besar su cuello. Marta gritaba, gruñía, se retorcía de furia. No quería. Armando la empujó sobre la cama nuevamente, se acostó encima de ella, la ahorcó con fuerza y le propinó una bofetada. “¡Las dos van a ser mías hoy! Tú, la fría y distante y la otra Marta, la que me ama”. Volvió a besarla, pero esta vez ella correspondió su beso. Había comenzado el juego.
“Mi amor, mi doctor, tengo meses esperando este momento. Te amo con locura. Aquí estoy, soy toda tuya”. Un cambio abrupto de personalidad y Marta ahora bebía de la lujuria de Armando. Rápidamente él soltó su camisa de fuerza y la pequeña camisa blanca fue arrancada con fuerza por sus varoniles manos. Ahí quedaron al descubierto sus senos, que ahora serían devorados entre mordiscos y lamidas. Marta gemía como si nunca hubiese sido tocada por hombre alguno. Rápidamente se sintió humedecida e invadida por intensos escalofríos. Armando jadeaba, no podía creer lo que estaba haciendo, pero lo estaba haciendo. Se incorporó rápidamente y rompió también su mono. La dejó completamente desnuda. No le importaba el mañana. Ni cómo explicaría eso. Solo quería consumar el deseo que lo carcomía desde meses. Desde aquel fatídico y bendito día que ingresó esa mujer de gélida sonrisa.
Abrió sus piernas, dispuesto a lamer todos los jugos que emanaban de ella. Pero de repente sintió un fuerte empujón, seguido de un intenso puñetazo en su rostro. Armando caía al piso mientras Marta volvía a gritar “te voy a matar degenerado, no voy a dejar que me hagas nada. Te dije que yo no quiero estar contigo. Cerdo. Cerdo. ¡Cerdo! Jamás seré tuya”. Él sabía perfectamente a qué atenerse, conocía con exactitud el trastorno de Marta. La sometió nuevamente, desnuda por completo. Amarró sus manos a la cama con una correa. Abrió nuevamente sus piernas y empezó a comerse su clítoris. Ella seguía gritando a viva voz, infructíferamente. “Cállate puta, nadie te va a oír. Nadie vendrá por ti. Te dije que hoy serías mía. Aquí mando yo, no tú”. A medida que seguía succionando su clítoris, le metió dos dedos. Se deslizaron fácilmente dentro de ella, empapada de deseo y rabia. Solo 5 segundos le tomó separarse de ella para desnudarse. Ahí estaba, su pene totalmente erecto. Duro como una piedra. Apuntando hacia ella. Apenas Marta vio eso, sus piernas temblaron y sintió un vacío en el estómago. Se debatía entre querer y odiar. Armando había sido un represor implacable. Quería erradicar esa parte de su personalidad que, según él, la tenía ahí recluida. “Te lo juro que te voy a matar, cerdo. Apenas te descuides, ¡te mato!”, y la última palabra no pudo ser pronunciada. El eminente doctor le dio tres fuertes cachetadas y de inmediato se lanzó sobre ella. La penetró sin miramientos.
Marta soltó un gemido seco y ausente. Acto seguido susurró al oído de su amante. “Te amo Armando. Sigue haciéndome tuya. No pares. No la oigas a ella. Yo te quiero. Te deseo. Te anhelo. Al fin soy tu mujer, no dejes que nada estropee este momento”. Armando respondió con una sonrisa victoriosa y siguió embistiendo a su paciente. Apretaba sus senos, los mordía, recorría su cuello con la lengua, bajaba sus manos y apretaba sus nalgas. La penetraba como si quisiera partirla por la mitad. Ella empezó a gemir con él, al compás de sus penetraciones. Le pidió que la soltara, pero él no lo hizo. Le pidió que la besara, pero él no lo hizo. Le pidió que acabara dentro de ella, pero tampoco lo hizo. Empezó a cerrar los ojos mientras la embestía cada vez con más ahínco. Marta sentía dolor, pero lujuria y amor a la vez. Estaba perdidamente enamorada. Estaba perdidamente llena de odio. Emociones que iban y venían. Armando sacó su pene, se masturbó y le bañó el cuerpo completo a su paciente. A su mujer. A sus mujeres. Marta volvió a gritar y maldecir a su amante y violador.
Armando parpadeó. Mientras estaba arrodillado frente a ella, con su pene en su mano mientras acababa, parpadeó. Sus párpados tardaron años en abrir y cerrar. Todo se tornó lento y pesado. Su respiración se trancó en su pecho y un fuerte buche de sangre subió por su garganta. Parpadeó. Y apenas abrió los ojos todo volvió a velocidad normal. Dos corpulentos celadores se abalanzaban sobre él. El puño de uno de ellos impactó en su rostro, mientras el otro amarraba sus manos con una correa de cuero. Había logrado acorralar a Marta en un rincón del siquiátrico el tiempo suficiente para violarla. Allí estaba, sometido en el piso, gritando por clemencia. “Yo no hice nada. Yo me porto bien. Lo juré. Yo no la toqué. Yo no hice nada”. Explotó en llanto. Mientras la doctora Marta Schmidt trataba de taparse con lo que quedaba de su ropa magullada. A decir verdad, ya nada importaba. Era irrelevante para él, si había sido el doctor que había poseído a su paciente, o si había sido el paciente que había poseído a su doctora. Armando finalmente había tenido a Marta para él.
MAGISTRAL, ÉPICO, BRUTAL, MARAVILLOSO, EXCELENTE, no sé que más usar para definir, quiero morir, gracias
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