El olor de una rosa siempre es dulce. Pero cuando está a punto de marchitarse la última esquina del último pétalo, exhala un aroma que supera la dulzura de cualquier fragancia en la naturaleza. Pareciera un empeño de la rosa por dejar una huella en el aire antes de irse, para dejar su impronta. Ese fue el olor que sentí esa noche, mientras ella estaba de frente contra la pared y yo la penetraba.
Era un callejón oscuro, frío y húmedo. Pero no silencioso: en primer plano se oían nuestros jadeos, gemidos, besos, murmullos de placer; y en segundo plano, allá, en la Plaza de San Marcos, los violines, laudes, flautas y toda la algarabía del carnaval de Venecia. Llegado el día decidí salir, compré una máscara muy vistosa, con amplios tocados de plumas negras, la mitad plateada y la otra mitad dorada. Una larga túnica negra con bordados plateados. Mis mejores botas. Y salí a la calle.
Una copa de vino me acompañaba mientras veía miles de máscaras pasar a mi alrededor. Era un festín de colores y risas que me rodeaba. Era cierto lo que decían de los carnavales de Venecia. Yo estaba solo y no tenía mayor plan que pasear y oir la música. Sin embargo, sabía que era una noche diferente a las demás. Crucé el Ponte di Rialto y me dirigí hacia la plaza. Llené nuevamente mi copa de un dulce Merlot que alegró mis sentidos y disfruté de un trío de violines apostado a pocos metros de mí. Y entonces sentí ese aroma que me hizo voltear automáticamente. Tenía que saber de dónde provenía.
Seguí esa estela. Unos metros apenas delante de mí vi a aquella damisela. Un provocativo vestido blanco con rosado, ceñido a su cuerpo. Guantes blancos. Una máscara que solo tapaba la mitad superior de su rostro. Era dorada y con amplias flores rosadas y blancas a su alrededor. Sus labios naturalmente rosados que combinaban con todo su atuendo. Una leve sonrisa que me llamaba y volteaba para seguir caminando.
Ya no sabía dónde estábamos, pero poco a poco fuimos dejando atrás la bulla, la gente, la música. No dejaba de oírlas, pero su volumen disminuía. Menos gente, menos luz. Más soledad. Un inmenso arco, un largo y oscuro callejón. Ella corrió, pero como no vi salidas alternativas seguí caminando. Ella llegó al fondo y se recostó de una de las paredes. Sus ojos celestes fijos en mí. Yo tomé el último sorbo de vino, de esa quinta copa que llevaba y la lancé. El cristal estrellado en el piso irrumpió al unísono de sus manos en mis hombros, mientras se ponía de puntillas para acercase a mi oído derecho: “Desde antes del Rialto te vengo siguiendo, oír tu risa me estremeció de una forma que no sé explicar. Luego ver tus manos hizo temblar mis piernas. Necesité acercarme a ti…”.
No la dejé continuar y me abalancé sobre sus labios. Sus delicados y delgados labios rosa. Ella cerró sus ojos con fuerza y el dulce aroma a rosa marchita invadió todo el callejón. Con fuerza sus tersas manos apretaron mis cabellos y yo la llevé contra la pared. Bajé y me dirigí hacia su cuello, la fuente de ese manantial que me traía hipnotizado desde el otro lado de la ciudad. Lamí y besé sin parar esa suave y blanca piel. Sentía que empezaba a delirar con su aroma. Mis manos empezaron a recorrer su cuerpo, sentí sus inmensos senos por encima del vestido. Casi podía palpar sus duros pezones. Centímetro a centímetro recorrí las curvas de su cuerpo delgado, su fina cintura, sus tímidas caderas, sus firmes nalgas. Su mano derecha ya buscaba mi rígido miembro. Estaba preparado para poseerla ahí mismo.
Vi cómo sus manos jalaron los hombros de su vestido que cayó, sostenido por algún tipo de cinturón cerca de sus caderas. Durante un segundo interminable admiré sus senos. Firmes, marfilados y de pezones rosados. Los sostuve en mis manos y seguí besándola. Ella me masturbaba por encima de la ropa con desespero y gemía al borde de mis oídos. “Eres un hombre exquisito, seré tuya todas y cada una de las noches de carnaval”.
Se volteó y paró de frente a la pared. No dejó de mirarme con sus provocativos ojos azules, subió sus nalgas en un gesto de entrega y se mordió el labio inferior. “¿Qué esperas?”, susurró casi gimiendo. Levanté la falda hasta la altura de su cintura, ella abrió un poco más sus piernas, inclinándose hacia adelante. Y entonces la penetré lentamente, pude sentir cada centímetro de su húmeda vagina a la par de un largo gemido que terminó con su rostro alzado hacia el cielo. Agarré sus hermosos senos y la penetré una y otra vez. A medida que veía más gotas de sudor bajar por su espalda, más intenso se hacía su perfume. Me sentía perdido y embriagado por su olor. Quise arrancarle su máscara, quise arrancarme la mía. Pero no lo hice. Ella sería mía durante nueve días más. Finalmente ella se arrodilló frente a mí, nunca dejó de verme y me masturbó con ahínco. Dirigió mi pene hacia sus senos y ahí derramé toda mi lujuria sobre ella. Sonrió, levantó su vestido sobre su regazo aún húmedo, se paró, posó su mano izquierda sobre mi rostro, me besó y corrió nuevamente hacia la salida de ese callejón. Me gritó desde la distancia: “búscame mañana cerca del Palazzo Ducale, me encontrarás por mi perfume. Quiero ser tuya al borde de la laguna de Venecia”. Y así fue. Durante diez días de carnaval esa mujer de dulce aroma fue mía. Cada noche conocí un rincón diferente de la ciudad. Solo nuestras máscaras fueron testigos de la pasión de cada encuentro. Pero el último día no apareció. Recorrí cada puente, cada callejón, cada rincón de la ciudad y nunca la vi.
Me quedé en Venecia durante el resto del año. Me movía el empeño de volver a encontrar a la portadora de la rosa marchita, pero finalmente desistí y simplemente me dediqué a mis negocios. Ya entraba el año 1831 cuando recibí una carta de mi hermano. Me pedía que volviera a Paris a conocer a su prometida. ¡Se iba a casar! Después de un largo y agotador viaje, volvía a pisar mi ciudad natal. Sin abandonar nunca el recuerdo de esa mujer que me ahogó de placer durante nueve noches. Ese recuerdo se convirtió en tragedia cuando entré en mi hogar. Ahí estaba mi familia: mi madre, mi padre, mi hermano. Y un denso y penetrante olor a dulce, al del último aliento de una rosa marchita. Y una mujer muy blanca, de dorados rizos, eternos ojos azules, labios refinados y rosados y aquella voz encantadora: “Mucho gusto, mi nombre es Romina Severino, finalmente conozco al hermano de mi futuro esposo”. Dudé durante breves segundos, pero guardé silencio. La felicidad de mi hermano era más importante que un vago recuerdo de Venecia. De todas formas, no vale la pena entregar la vida por una rosa marchita.
Ok! los próximos Carnavales intentaré ir a Venecia.
ResponderEliminarEste relato queda entre uno de mis favoritos! Parece que hubieses leído los #yoconfieso que hice el otro día.
#CFModeON
ufff... Que feo :/
ResponderEliminarLeído desde la computadora tiene otros efectos... Exquisito como esa fragancia, me vas a matar un día de estos
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