9 abr 2011

Mi propio reflejo

“Creo que el sueño que tuve anoche me cambió la vida para siempre. Hoy no es cualquier día”. Así empezó ese sábado para Marcelo, lleno de dudas y sensaciones que jamás había sentido. Era muy temprano y ya Gabriel estaba en su casa, como habían acordado para tratar de arreglar la Cherokee. La hija predilecta de Marcelo que lo había llevado hasta el fin del mundo.


-          Dale pues, cuéntame de una vez qué soñaste. Aunque ya me imagino,  tú eres medio raro con tus cosas- le replicó Gabriel mientras destapaba dos cervezas.

Bueno viejo, siéntate, que esto es bien grotesco y me imagino tu cara cuando termine. El asunto es así: yo entré a una habitación, ¿sabes? Una habitación cualquiera. Todo estaba oscuro, pero podía ver cada detalle del cuarto. Las paredes vino tinto, los cuadros surrealistas a cada lado de la cama. La misma cama negra. Una sábana beige muy sobria. Los demás muebles negros. En la esquina un espejo completo, de marco negro también. Y ahí, en la cama, esa persona durmiendo, esa persona que era la razón de mi presencia. Y te digo ‘esa persona’ porque no podía verla bien. Podía detallar cada rincón del cuarto, pero a ella solo la veía como una silueta en la oscuridad. Arrinconada entre almohadas y durmiendo plácidamente.

Yo estaba desnudo y con una erección que jamás he tenido en la realidad. De hecho hasta me lo veía más grande, pero bueno así son los sueños. Era extraño, yo sabía que estaba ahí, pero tampoco podía verme claramente, solo percibía mi propia silueta. Y con el pene [aún entre amigos, Marcelo no dejaba de ser formal] entre las manos. Lo que tenía era unas ganas desbordadas de saltar a la cama. Y así lo hice.

Gabriel empezó a entrar en la tónica del sueño y, en efecto, ya estaba abriendo la tercera cerveza. De por sí, era un día caluroso.

Tomé sus pies y los paseé por mi pene. Me despertaban un morbo inmenso esos pies. Y yo que ya lo tenía húmedo de mi propia excitación. Me masturbé un rato así, hasta que decidí voltearla y dejarla boca abajo. Empecé a besar y lamer cada centímetro de sus piernas, poco a poco, sin apuro. Llegué a sus nalgas. Las apreté salvajemente. Las mordí. Las lamí hasta no dejar ni un rincón. E impulsado por un morbo nuevo para mí, las abrí y empecé a comerme su ano, lo lamía sin parar. En ese momento, esa persona ya se había despertado, pero se dejó llevar por el placer. Mis manos recorrieron su espalda primero, luego mis labios. Llegué hasta su cuello y ahí me mantuve, mientras podía ver cómo sus manos apretaban la sábana y cómo mordía su almohada. La volteé, me coloqué encima de ella, y empecé a cogérmela por la boca. Qué sensación tan divina mi pene chocando contra el fondo de su boca, ver cómo hacía arcadas, y mientras más las hacía más duro y rápido se lo metía. Sentía que mi pene medía un kilómetro y quería que lo sintiera todo.

Lo saqué de su boca. Subí sus piernas para que sus pies quedaran a la altura de mi boca. Los seguí lamiendo. Aún tenía la imagen de ese culito apretado en mi cabeza, quería rompérselo. Quería hacerlo mío. Bajé mi mano, ubiqué mi pene en su ano, y lo penetré. Y entonces el sueño se convirtió en un ruido estridente, todo en la habitación pareció estremecerse, distorsionarse. Sus sutiles gemidos se convirtieron en un grito anecoico, seco. Y ahí, Gabriel, al oír su grito, ahí me llené de pánico. ¡ERA UN HOMBRE! ¡ME ESTABA COGIENDO A UN HOMBRE, VIEJITO!

A Gabriel se le devolvió el trago de cerveza y casi lo escupe. Parecía que se le iban a salir los ojos de sus órbitas.


-          ¿Qué mariquera es esa Marcelo? ¡Coño ahora sí me resolví! ¿Y qué se supone que te cambió ese sueño? ¡Cuidado con una vaina!

Sin embargo –y sin mencionarlo- la leve erección que sentía Gabriel no desapareció con ese anuncio.

Pero escucha coño, solo fue un sueño. Por eso te lo estoy contando. A pesar de que sabía que me estaba cogiendo a un hombre eso no bajó mi erección. Al contrario, se me puso más duro, sentía que casi me latía. Y seguí embistiéndolo con más fuerza. Oír gritar a una mujer excita, pero oír gritar a un hombre desquicia. Sentir ese ano apretado, virgen, siendo desgarrado por mi pene. No sé cómo describírtelo Gabriel, pero ya no lo estaba cogiendo. Lo estaba destrozando.

Pero la peor parte del sueño estaba por venir: la penumbra empezó a disiparse y finalmente pude verle la cara. ¡ERA YO! ¡Ese hombre que me estaba tirando era yo! Y ahí el pánico se convirtió en horror: ¿si el hombre penetrado era yo, entonces quién era yo que me lo estaba cogiendo? Se lo saqué, y un entrecortado gemido salió de su (mi) boca. “No pares, sigue, anda”. Corrí hacia el espejo como si estuviera a kilómetros de distancia. Cuando me paré frente a él, la sombra que cubría mi rostro desapareció y era yo también…

Marcelo seguía relatando su sueño erótico. Su placer ególatra. Se había hecho el amor a sí mismo. Pero le había hecho el amor a un hombre también. Gabriel lo miraba fijamente, pero Marcelo ya no sabía cómo lo estaba mirando. Tenía sus ojos cerrados mientras contaba. “Cuando me paré frente al espejo me quedé viéndome fijamente mientras que en el mismo reflejo veía a ese hombre (a mí) de sinuosa figura esperándome en la cama. Llamándome con su dedo índice. Mi excitación solo iba en aumento. Seducido por mi propio reflejo, empecé a acariciar mis labios, esos que hacía segundos me habían recorrido la espalda...”


Marcelo, dopado por una mezcla entre el sueño y la realidad comenzó a acariciar sus propios labios, sin notar que no eran sus dedos los que los acariciaban. Abrió los ojos finalmente y vio a Gabriel a centímetros de su boca, mientras acariciaba sus labios. Gabriel se lanzó encima de él, mientras sus bocas poco a poco se acercaban en medio de la caída. Marcelo no lo detuvo.

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