- ¡No, coño, no! ¡Así no! ¿Es que ustedes nunca han tirado en sus vidas? ¡Pero tirado, coño! ¡Tirar, así como si se les fuera la vida! ¡Como si quisieran despedazar a la otra persona! ¿Son vírgenes o qué?
El director de la obra estaba iracundo. Golpeaba la utilería, se jalaba los cabellos. Estaba harto de repetir una y otra vez esa escena. Que no era otra, por cierto, sino la escena cumbre de la obra. “¡La cúspide de la sensualidad humana es el ballet, ¿dónde está la de ustedes?!”, le gritaba a la pareja protagónica, pero sobre todo a ella, a Elisa. A esa mujer tan perfecta para ese papel. “Tú olor me indica que tienes algo dentro de ti para este personaje, pero no lo sacas”, le repetía el director. Y cada vez que él decía “olor” sus mejillas marfiladas se volvían carmesí. “¿Olor?, ¿y a qué oleré yo según este?”. Agachaba la cabeza entre una mezcla de pena y de nervios.
- Vamos a terminar por hoy, esto me tiene harto ya. Pero tú no Elisa, tenemos que hablar.
Y así quedaron solo ella, el director y un foco prendido sobre ellos en esa oscura sala de espectáculos que olía a humedad caoba, a polvo teatral, a aplausos añejos. “No necesité ver mucho de ti cuando hice el casting, no entiendo por qué ahora no haces lo que tienes que hacer, Elisa”, el director la miraba fijamente, con soberbia. Ella seguía cabizbaja, sentada con las manos resguardadas en la entrepierna, sobre esa mesa donde se suponía que debían hacerle el amor. Dos pasos más y él terminó al borde del lóbulo de su oreja izquierda diciéndole “tú puedes interpretar este papel, yo lo sé, me lo dice tu olor”. Y sintió de nuevo que la palabra “olor” retumbaba en sus oídos, sus manos se apretaron una a otra, un cosquilleo recorrió su vientre y sus pezones se asomaron entre la malla que llevaba. Se notó.
- Usted está equivocado conmigo – sus mejillas ya no ocultaban el rojo intenso de la pena- yo no sé hacer este papel y menos aún sé de qué olor me está hablando. Lo dice como si oliera a perra en celo…
“Perra en celo”, pero ella no terminó de decir esa frase cuando lo vio alejarse e ir tras bastidores, pero no por mucho. Volvía con un pedazo de soga entre sus manos. Ella no entendía qué pasaba. Él la volteó bruscamente y le tomó los brazos violentamente. Se abalanzó sobre ella, inmovilizándola contra la mesa y ató sus manos. El pánico se apoderó de Elisa, pero una leve humedad brotó en su entrepierna. Ella la ignoró…en un primer momento
- ¿Pero qué estás haciendo? ¡Suéltame! ¡Enfermo, pervertido! ¿Suéltame hijo de puta qué me vas a hacer? – gritó ella con la voz quebrada.
Él la volvió a voltear bruscamente. Esta vez sus pezones parecían romper la malla que llevaba puesta. Su cara estaba más roja que nunca, lo miraba con miedo y un dejo de excitación. Sus ojos estaban a punto de llorar. “¿Que no sabes a qué hueles?, ¡ASÍ!”, y metió su mano dentro de la tímida malla rosa decolorada y la masturbó bruscamente. No le sorprendió que estuviera mojada a estas alturas. Ella se mordió los labios para no gemir y cerró sus ojos con fuerza. “¡Hazlo!, ¡hazlo, te estoy diciendo!”, le gritaba el director a medida que la masturbaba con más violencia. Elisa no resistió mucho más y soltó su boca en un profundo y ensordecedor gemido que creció con el eco de la sala. El director sacó su mano y restregó sus dedos toscamente en la nariz de Elisa.
- Sí hueles a perra en celo, ¿lo ves? Así tienes que interpretar tu papel. ¡Así!
- Enséñame. Enséñame a sentir lo que debo interpretar ese día- jadeaba Elisa mientras le rogaba a su director que la dirigiera.
Ella quedó nuevamente boca abajo sobre la mesa. Sus piernas entrecruzadas suspendidas en el aire. Sus manos recorrieron sus brazos atados al compás de los pizzicatos de los violines. Un súbito in crescendo llevó su boca al cuello de ella y en el punto más alto, la mordió. Sus manos bajaron lentamente hacia su cintura y volvieron a masturbarla. Sonaba un compás de violines y otro de sus gemidos, y así alternaban la sinfonía del placer. Unas trompetas solemnes irrumpieron altivas mientras sus manos atadas se apretaban aún más, ella cerró los ojos con más fuerza, apretó sus dientes y el sudor de su cuerpo ya recorría la tabla de la mesa. Él rompe su malla y empieza un vaivén entre caderas con violencia mientras ella alza su cabeza por la tensión en su espalda. El placer la invade y la implosiona por dentro a medida que los violines se convierten en un enjambre caótico de gemidos, jadeos, placer, humedad, sexo y solo sexo.
Ella volvió a apretar sus manos dentro del nudo de soga que rodeaba sus muñecas. Sus piernas se entrecruzaron casi hasta parecer eslabones del más templado acero. El último alarido orgásmico arropó cualquier armonía entre instrumentos musicales mientras los violinistas sudaban nerviosos. Solo ese grito de placer pudo ser ahogado por la ovación apabullante que inundó la sala de teatro. El público, en una mezcla de sensaciones que iban desde pudor hasta ansias, no dejaba de aplaudir. Y afuera, “Sudor sobre las tablas” se convertía en la obra más comentada de la ciudad. Todos querían ir a verla.
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