Ya eran las 9 de la mañana. Noemí decidió dormir un rato más. No había mayor cosa qué hacer en la casa y Nelson se había ido hace una hora. Su hija estaba unas cuadras más allá, en casa de su mejor amiga. Era la mañana de un sábado cualquiera, un poco calurosa, un poco fría. Pero calmada y propicia para seguir durmiendo.
En una sencilla pero delicada ropa interior blanca –como le gustaba a Nelson- que contrastaba con su piel negra y brillante. Enredada en las sábanas. Dueña de la cama. Así la encontró Nelson cuando abrió la puerta del cuarto. “¿Negro que estás haciendo aquí?, ¿por qué te devolviste?, ¿no tienen que ir a terminar la terraza en casa de tu mamá?”. Pero él guardó silencio durante unos segundos y se zambulló entre las sábanas con ella.
Sus manos recorrieron delicadamente su corteza de ébano. Sus labios refrendaron lo que sus manos. “Ay negro, qué rico, no sabía que tenías ganas hoy”. Él siguió en silencio, estaba concentrado en disfrutar de su esposa. Veinte años después del “sí, acepto”, él aún le hacía el amor apasionadamente. No era para menos, Noemí era una negra como muchas y como pocas. De pura cepa barloventeña, de curvas refinadas y sinuosas. Senos perfectos. Nalgas envidiables. Ya llegaba a los 50, pero eso no amilanaba su lozanía.
Nelson la desnudó sutilmente, iba paso a paso, asegurándose de que ella sintiera todos y cada uno de los besos y caricias que él le brindaba. Su cuerpo respondía e iba excitándose como nunca lo había hecho. No era morbo, no era lascivia. Era romance, era deleite, era pasión. Y así, ya estaba húmeda. Esperando a Nelson para que la hiciera suya nuevamente. “Negrito, qué rico todo esto, pero ¿por qué te devolviste? No entiendo”. Él colocó su dedo índice en medio de sus voluptuosos labios y respondió: “Perlita, solo disfrútalo. No tengo mucho tiempo y quise devolverme porque me fui sin despedirme bien”. Ella, negra como un azabache, y él, blanco como el algodón. Sin embargo ella le decía “negro” y él le decía “perlita”.
Noemí abrió sus piernas, entregándose por completo a su esposo. Nelson la penetró y se inclinó sobre ella. Empezó a hacerle el amor como nunca se lo había hecho en 20 años, tal vez ni siquiera como la primera vez. Las manos de ella recorrieron su blanca espalda mientras le decía al oído “te amo mi negro, te amo. Me haces la mujer más feliz del mundo”. Noemí sentía que estaba flotando, podía sentir cómo cada centímetro de su piel se erizaba en oleadas masivas que iban y venían. Sus ojos estaban cerrados, pero sus párpados se transparentaron y le permitían ver esa sonrisa sempiterna que la llenaba de amor todos los días. Era feliz
Nelson fue aumentando el ritmo poco a poco, mientras su mano derecha rodeaba su nuca y la acercaba a sus labios para sellar el orgasmo celestial en un beso eterno. Noemí explotó por dentro y su levitación fue llevándola poco a poco a su cama. Ahí reposó plácidamente mientras exhalaba placer y felicidad por cada poro de su piel. Nelson sonrió nuevamente, secó el sudor de su frente y la besó. “Te amo perlita, te amo hoy y siempre”. Ella no pudo pronunciar más palabras.
Él se levantó de la cama, y antes de vestirse para volver a la faena, salió a la cocina a tomarse un trago de ron. A ella nunca le agradó que hiciera eso, pero ya lo aceptaba. Noemí se quedó ahí en la cama, desnuda, ligera. Satisfecha.
Se quedó acostada mientras oía a su “negro” afuera haciendo ruidos en la cocina –siempre los hacía-. Y de repente la insistencia del timbre del teléfono la sacó de su reposo. “Es sábado y son las 12 del mediodía, ¿quién podría estar insistiendo tanto en llamar?”.
- ¡Mamá! ¿Por qué no atendías? No puede ser…no puede ser… -estruendosos sollozos interrumpían las palabras de su hija- mi papá se acaba de morir. ¡Se acaba de morir mamá! ¡Se murió!...se nos fue…
Noemí quedó paralizada, estupefacta, su mirada se perdió en la brevedad de sus cuatro paredes. Rápidamente corrió hasta la cocina, donde hace segundos estaba oyendo a su esposo acomodar algo. Pero no había nadie. Su bolso no estaba en el sofá. No había ni rastro de él, ni su perfume. Desolada, cayó al piso arrodillada y explotó en llanto. Sus lágrimas hicieron un torrente vertiginoso por las curvas de su cuerpo desnudo. Y entonces esas palabras hicieron eco en su mente: “No tengo mucho tiempo y quise devolverme porque me fui sin despedirme bien”.
Ya vestida, abrió la puerta de su casa y se quedó viendo hacia la calle, hacia la nada. Volvió a llorar profundamente mientras miraba el cielo. La mitad estaba nublada, la otra mitad soleada. Era como el contraste entre el blanco y el negro de sus pieles. Sí, Nelson se había ido para siempre. Es cierto que no tuvo mucho tiempo, pero aun así, pudo despedirse de su esposa, de su “Perlita”, de su Noemí.
Este relato está dedicado a mi tío Nelson, que se fue de este mundo el 9 de abril de 2011. Nos dejó su sonrisa y su alegría, no hay dolor ni pesadumbre. Él nos hizo feliz y así lo recordamos. Allá donde estás, espero que puedas leer esto y llevarte contigo esas palabras que le dije a mi mamá cuando tenía 8 años: “Mamá, Nelson es mi tío favorito”. Así es y así siempre será. Hasta siempre viejito.
Chamo que buena esta historia!! Pega como en el estomago :S
ResponderEliminarSiento mucho lo de tu tío
Es un hermoso relato, digno de un gran amor como el de ellos: verdadero y eterno.
ResponderEliminarCónchale, Simón. me aguaste el guarapo.
ResponderEliminarLamento sinceramente lo de tu tío; pero adoré esta historia. Es mi favorita hasta ahora.
V
Que hermoso, y que triste...
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