Aquí estoy, sentada viendo cómo mi vida se centrifuga en un punto de zozobras y certezas. Todo cambió esa noche, sin duda. Y ahora, luego de que sus manos me hicieron suya, luego de que su lengua marcó cada rincón de mi templo, luego de que sus dientes magullaron mi ignorancia, ahora se me hace imposible seguir sino detrás de ese cuerpo que cambió para siempre mi rumbo. Necesito irme, necesito repetir ese banquete todas las noches, necesito estar lejos de aquí y comenzar de nuevo. Necesito transitar este nuevo camino, estoy segura.
Aquí estoy, sentada recordando todo lo que sentí esa noche. Lo que más me sorprende es que sentí tantas cosas y no pensé ninguna. Mi cerebro se desactivó. Mis ideas, juicios, tabúes, penas, límites, todo se fue a no sé dónde y dejó el sendero libre para que el amplio manto de mi piel se dedicara a sentir. Si todo lo que sentimos son impulsos eléctricos a través de nuestros nervios, entonces esa noche fue una tormenta eléctrica lo que azotó mi cama. Eran corrientazos consecutivos, indetenibles, inaguantables, celestiales.
Estoy tratando de recordar cómo es que llegó a mi apartamento. Cómo fue que me convenció. Cómo fue que me doblegó. Pero antes de ese momento en el que claudiqué, no recuerdo en absoluto nada. Sus manos estaban en mi cintura y, parada al borde de mi cama, me empujó hacia ella. Caí y por una breve eternidad sentí que no había gravedad. Mientras descendía hacia mi cama podía ver cómo sonaba sus dedos, como quien se prepara para una ardua labor. Podía ver cómo sus labios enmarcaban la sonrisa más perversa que he visto en mi vida. Podía ver cómo sus ojos destallaban de lujuria. Iba a ser suya. Finalmente mi espalda tocó el colchón.
Sus manos se posaron en mis gélidas rodillas, subieron y fueron apartando a su paso el vestidito que llevaba puesto. Apretó con fuerza mi panty y me la quitó bruscamente, me lastimó los costados de los muslos. Me gustó. Colocó sus manos en el borde de la línea del bikini y acercó su rostro a mi clítoris. Tomó una profunda inhalación y pude sentir como si a través de su respiración me robaba el alma, la voluntad, la vida. Mis brazos cayeron rendidos en la cama, abiertos, en una clara señal de entrega y sumisión. Se montó, entonces, encima de mí. Sonreía siempre, no dejaba de hacerlo, era la conquista largamente anhelada del trofeo más deseado: mi cuerpo. Sus manos se ubicaron en el centro de mi abdomen y con una fuerza descomunal abrió mi vestido por la mitad. Mis senos temblaron al son de la tela desgarrándose y a partir de ahí todo fue una vorágine.
En milésimas de segundos sus labios se devoraban los míos. Era una intermitencia entre besos y mordiscos. Mordía duro mi boca y cada presión de sus colmillos se traducía en un gemido mío. Sus manos apretaron violentamente mis senos. También me dolió, pero al mismo tiempo sentí un calor por los costados de mi espalda que rápidamente se trasladó a mi vientre. “Sí, maltrátame, márcame, viólame, no tengas compasión, soy toda tuya”, le dije con morbo. Sin pensarlo, su boca se trasladó hasta mis pezones y aunque sentí miedo, me desencajaba pensar que estaba a punto de arrancármelos. Mis rodillas temblaron y mi espalda se arqueó abruptamente. En ese momento sentí la necesidad de que mi cuerpo se quebrara en pedazos. Mínimos, infinitos pedazos de placer.
Volvió a asfixiar mis senos con sus manos y me vio, sentí que sus ojos me quemaron por dentro. Un hormigueo intenso se apoderó de mi cabeza, se extendió a mi cuello y pronto sentía todo mi cuerpo entre dormido y despierto. Bajó hasta mi abdomen y ante la inminencia de lo que iba a hacer, sin haber empezado volví a gemir. “¿Cómo es que me vuelves tan loca, coño? ¡Qué rico todo lo que siento!”, exclamé ya sin la más mínima gota de pudor.
Su lengua fue el cincel que abrió y moldeó mi cuerpo en una escultura perfecta de locura. Así como en la noche profunda, cuando la penumbra que surca el firmamento se ve trasgredida por múltiples destellos de una tormenta eléctrica…así sentía mi piel por fuera y por dentro. Pequeñas y vertiginosas punzadas me recorrían desde los pies hasta los párpados. Intenté aferrarme a la sábana pero no podía abrir mis manos, acalambradas ya de la descarga eléctrica.
Su lengua era un látigo que me sometía a incesantes azotes. En mi clítoris, en mis labios, adentro, afuera. En pocos segundos sus dedos acompañaron ese vaivén dentro de mí. No sé si me excitaba más el dolor que me hacía sentir cuando tocaban fondo, o el sonido de mi caudalosa humedad chocando contra su piel. Ya no podía gemir, mis labios se habían dormido y solo podía alternar entre suspiros y profundas exhalaciones. Quería arrancarme la piel con las uñas, pero ya mis manos no respondían. Tampoco entendía al termostato desquiciado de mi cuerpo: mi pecho ardía infernalmente, mis manos sudaban, mis pies al sur estaban congelados. Ya era imposible tensar mi columna, arqueada al punto que pensé que me iba a partir en dos.
La velocidad de sus dedos y su lengua era frenética. Los párpados me dolían de la presión que ejercía en ellos. Perdía el control de mi boca que se abría y cerraba aleatoriamente. Y entonces llegó la implosión, el éxtasis, la cúspide, el imponente rayo que en medio de la noche alumbra todo alrededor: mi cuerpo tembló en su totalidad sin control alguno, mi espalda volvió a distenderse, mis manos golpeaban sin parar la cama, casi convulsionaba, todo mi rostro se durmió…
Y aquí estoy sentada, Guillermo, pensando que esa tormenta eléctrica que sentí esa noche tú jamás me hiciste sentirla en 10 años de matrimonio…lo siento, tengo que irme. Te dejo todo, no quiero pelear por ninguna pertenencia. Ahora la única pertenencia que me importa es el placer que finalmente es mío y que me lo dio ella, tu hermana. Más nunca nos verás…hasta siempre.
Irene detuvo su larga reflexión. Cerró el sobre y lo dejó sobre la mesa central de la sala. Tomó su equipaje y salió del apartamento para siempre.