20 ago 2011

Tentación rota


           -          ¡Ricardito espérame! Ven acá, necesito que me hagas un favor.

Tan solo escuchar esa suave y femenina voz, Ricardo olvidó qué iba a hacer y para dónde iba. Ella siempre fue la fantasía platónica de su vida. Angélica, una de sus primas más cercanas, pero además la mujer más bella que habían visto sus ojos adolescentes. Volteó, mientras ella a paso rápido lo alcanzaba en ese pasillo. Mesoneros iban y venían. Allá, del otro lado se oía la música a todo volumen mientras toda la familia celebraba a todo dar. Entre tanto ajetreo, los ojos de Ricardo solo se concentraban en tres puntos de su prima: sus ojos castaños, su pronunciado busto asomándose por el vestido y sus pies entaconados. Sintió una helada gota de sudor recorriendo su espalda.

-          S…s…sí, dime prima, ¿qué necesitas?

Ricardo tartamudeó al tenerla tan cerca, pero no había otra alternativa, la música tan alta hacía que le hablara al oído para que pudiera escucharla. Lo tomó de la mano y se lo llevó al final del pasillo mientras le explicaba qué necesitaba. Él no la oía y el falso intento de leerle los labios entre el ruido solo era la excusa para saborear sus labios carnosos con su mirada. Llegaron a un pequeño depósito lleno de cajas de vino, champaña y whiskey. Angélica cerró la puerta y toda la alharaca quedó afuera. Solo había silencio, olor a cartón, un tenue bombillo colgante y ellos dos. El corazón del joven Ricardo latía mil veces por segundo. Angélica se le acercó. Dos mil por segundo. Se inclinó sobre él. Tres mil por segundo.

-          Necesito llevar dos cajas de esta champaña para la nevera que está en la cocina del salón – murmuró mientras señalaba la caja que estaba detrás de él- yo lo intenté sola y casi me quedo desnuda saliendo de aquí, ¿ves? – reiteró mientras señalaba sus senos al borde del precipicio-.

La erección de Ricardo fue instantánea. Una sonrisa en demasía nerviosa y manos frías. “Está…está bien pri...prima. Yo hago lo que tú digas”. En el rostro de ella se dibujó una sonrisa perversa, morbosa, mientras posaba un dedo sobre el pecho de su joven primo. “¿Sí?, ¿lo que yo diga?, lo que no entiendo es por qué estás tan nervioso. Ni que te hubiese traído aquí para hacerte algo malo”. La tersa mano de ella se posó sobre su rostro lo que, como un interruptor, hizo que se le escaparan esas tímidas palabras a Ricardo. Las dijo muy suave, pero entre tanto silencio y privacidad fue inevitable que Angélica las oyera.

-          ¡¿Ah sí?! ¿”ojalá que sí”, dices? Mira, que no sabía que mi primito me tenía ganas –apretó su rostro y acercó sus labios a los de él, solo los rozó-.

-          Tú…tú sabes que s…sí prima. Por eso me estás provocando.

-          ¡Qué tierno cómo tartamudeas! ¿Te pongo nervioso mi cielo? ¿Y cómo dices que yo te estoy provocando? ¿Tú no respetas a tus mayores? 

E inmediatamente Ricardo sintió el sabor a frambuesa del brillo de los labios de Angélica. Cerró los ojos y de solo tocar su lengua, suspiró profundamente. Tantos años esperando, tantos años fantaseando, tantos años espiando, tantos años masturbándose. Tantos años resumidos en un suspiro, en el sudor de su espalda y en sus manos que se posaron sobre su cintura y la acercaron a él. Ese beso fue el súmmum de todos los placeres reprimidos. Fue la ruptura del dique que contiene las prohibiciones infinitas.

Las manos de Ricardo bajaron el cierre de su vestido. Angélica se zafó rápidamente de su vestido mientras él la alejaba un paso para admirar sus tetas. Sus ojos brillaban de lujuria e incredulidad. Ella de solo sentir cómo la veía se mojó por completo. “No te imaginas cuántos años llevó soñando con esto”, murmuró mientras sus labios se dirigían al encuentro de esos senos perfectos. Los besó, los lamió, los mordió, los amasó y ella gimió en silencio y en bullicio al mismo tiempo. Sus almas hacían catarsis y sus corazones era pura actividad sísmica.

La prima deseada se alejó de su pequeño primo. Bajó sus pantys, le dio la espalda, subió su extensa falda y se apoyo sobre otras cajas. “No tenemos mucho tiempo primito, pero tenemos el tiempo suficiente para que me hag…”, Angélica no terminó de hablar cuando ya Ricardo había sacado su miembro lleno de ansias y la había penetrado. “¡Primo!”, gimió ella sorprendida e invadida de placer a medida que su pequeño primo empezó a embestirla con fuerza, con anhelo, con hambre. Ella sonrió de placer y se entregó por completo al tabú.

Cada embestida de Ricardo era más violenta. A medida que la hacía suya, lleno de morbo y lujuria, la sujetó por el cabello con fuerza mientras le gritó: “así querías que te cogiera ¿verdad? Tú también lo querías”. Ella se sorprendió por la pasión desatada de Ricardo. “Primo ¡por favor!, ¿tú no respetas? Ahora tratándome como si fuera una perra”. Ricardo sonrió nuevamente y le  susurró “eres una perra ¿cómo esperas que te trate?”. Al mismo tiempo que oía estas palabras las embestidas se convirtieron en estallido, en contracciones simultáneas, en palpitaciones de infarto. “Eso, ¡eso!, acábame adentro. Lléname de ti”. 

Eternos segundos de reposo antes de que ambos se reincorporaran. Entre jadeos y sonrisas maliciosas. Entre miradas y besos prohibidos. “¿No te da pena ah? ¿Y ahora con qué cara ves a tu tío Gonzalo?”, le dijo Angélica mientras besaba y acariciaba sin parar a su primito. Ricardo la vio fijamente a los ojos “¿Y tú, zorra? ¿Con qué cara ves ahora a tu marido en su noche de bodas?”. Los dos se rieron profusamente. Angélica abrió la puerta, mientras Ricardo cargaba las dos cajas. Él se dirigió a la cocina mientras ella buscaba a su esposo, allá, del otro lado del salón de fiesta, donde la familia en pleno celebraba la boda Gómez – Valenzuela.

16 ago 2011

Reflejo empañado


La angustia, la incertidumbre, la molestia, la impotencia. En realidad ya no podía sentir nada de eso. Era normal y costumbre. Eran las 6 de la tarde y un apagón dejó a Gabriela y unas ¿300? personas más, encerradas en ese vagón del Metro a mitad de camino entre La Hoyada y Capitolio. Costumbre, sí. Una especie de rebuzno colectivo y una voz septuagenaria al fondo: “qué raro, cuando no es pascua en diciembre”. 

Por los avatares del Metro, Gabriela no pudo elegir dónde ni cómo situarse en el vagón. Quedó parada de frente a la puerta casi con el rostro pegado del vidrio, sin mucha opción de movimiento. El día no podía terminar de empeorar, al parecer. Pero cuando uno cree que fue suficiente, la vida se encarga de demostrar que no es así. Unos minutos antes había tenido una fuerte discusión con su novio. Ella había ido a su oficina porque sabía que tenía que cumplir horas extra y así, solo como le tocaba quedarse en su trabajo, ella fue a visitarlo con uno de sus atuendos más sexy. Pronto tendría que estar de vuelta a su casa, en horario estelar de la ciudad, vestida como la propia zorra y ahora encerrada en un túnel. 

El estupor apenas estaba a punto de empezar. En medio de la oscuridad, el calor y la humedad; una mano dominante la abrazó desde atrás por su abdomen mientras otra mano insolente bajaba rápidamente a su entrepierna y transgredía la barrera de su diminuta panty. Simultáneamente un susurro rozó su oído izquierdo: “Sshh, quédese callada o le va a ir peor”. Gabriela sintió una gran indignación, estaba totalmente dominada y no podía hacer nada, no sabía qué podía ocurrir si gritaba. Pero a decir verdad, venía con ganas frustradas de la oficina de su novio y no quería averiguarlo tampoco. Sintió una onda de calor que subió desde su espalda a su nuca y de ahí hasta su cabeza. Se mordió sus labios.

Unos dedos gruesos y ásperos tomaron por completo los labios de su vagina y los abrió. Gabriela apoyó ambas manos de la puerta del vagón, cerró los ojos y se dejó llevar. No sabía por qué, pero un profundo impulso de lujuria la invadió y ella decidió ceder. Un dedo índice largo se posó sobre su clítoris y empezó a rodearlo. Al principio se sintió un poco incómoda por lo seca que estaba esa mano. Pronto eso cambiaría.

La respiración de Gabriela comenzó a acelerarse. Nadie los veía, pero le costaba mucho mantenerse tranquila y evitar gemir. Rápidamente un caudal de excitación invadió su entrepierna y el roce de esa mano desenfadada se hizo agua. El movimiento circular de sus dedos la estaba desquiciando. Lo único que podía hacer era respirar profundamente, con relativa pausa. Otra voz de una señora a su lado trató de aconsejarla: “Trate de mantener la calma señorita, si respira muy rápido va a hiperventilar y puede desmayarse. Ya vamos a salir de aquí”. Escuchó el amable consejo mientras una mano rugosa se posó sobre su hombro como señal de apoyo. Gabriela en medio de la penumbra sonrió maliciosamente. “Si supiera la doñita”.

Cuando ya su humedad desbordaba por sus muslos, la otra mano bajó e invadió su vagina desde atrás. Otros dos dedos gruesos y ásperos la penetraron violentamente. Ella cerró sus ojos con mucha fuerza, pero no pudo evitar soltar el último segundo de un gemido que debió ser alarido. La señora insistió “ay muchachita no le vaya a dar algo aquí. Quédese tranquila, ya vamos a salir de esta”. Al compás de ese comentario se escuchó una corta y disimulada risa de un hombre. Gabriela y el hombre que la masturbaba se burlaban de todos mientras gozaban.

Al compás de una penetración manual y un roce cada vez más acelerado, la respiración de ella, víctima y a la vez cómplice, se iba desbordando. Una mínima blusa era levemente estirada por sus dos rosados pezones, erectos al borde del éxtasis. El calor típico de esos apagones subterráneos se sumaba al calor que exhalaba su cuerpo. El sudor empezó a correr rápidamente por su piel. Entre sus muslos ya no se distinguía qué era transpiración y qué era lubricación. De repente la mano de su agresor dio un pequeño giro y pudo sentir cómo sus dedos alcanzaron su punto G. Otro leve gemido se escapó de sus labios. Ya le dolía morderse los labios. El orgasmo estaba cada vez más cercano.

Gabriela extendió su mano hacia atrás y apretó el miembro rígido del desconocido. Inclinó su cabeza hacia atrás y le susurró “penétrame”. Él posó sus labios sobre su lóbulo y con otro susurro respondió: “de verdad que eres toda una perra. Lo supe apenas te vi entrando al Metro. Pero no, no te lo mereces. Igual vas a acabar para mí”. Ella sabía que estaba comportándose como una puta y que la trataran como tal elevaba su morbo a cotas infinitas. Esas palabras detonaron su éxtasis y la hicieron estallar en un intenso orgasmo. Otro jadeo se escapó de su boca mientras sus piernas temblaban y las contracciones internas apretaban los dedos del misterioso hombre, que se jactaba mientras sentía a su mujer acabar.

Justo cuando las contracciones iban disminuyendo las luces se encendieron nuevamente y el tren retomó la marcha. Gabriela intentó voltear pero rápidamente un fuerte brazo se posó sobre su nunca bloqueándole el paso. Intentó ver a ese hombre en el reflejo del vidrio, pero estaba copiosamente empañado del aliento de su placer. No podía ver nada. “Estación Capitolio”. Gabriela tuvo que incorporarse, volvía a tomar curso la vorágine subterránea de la capital. Un fuerte empujón la sacó del vagón. Sus piernas, aún temblando, apenas la mantenían en pie. Estaba toda sonrosada y empapada en…cualquier cosa. Rápidamente volteó para tratar de ubicar a ese individuo. Pero el intento fue en vano. Capitolio a las 6 de la tarde no es el lugar adecuado para distraerse ni un segundo. Caminó de nuevo y decidió dirigirse a su casa, llena de intrigas y sensaciones encontradas. Se había entregado a un total desconocido, pero no se sentía culpable por ello. Le hizo sentir uno de los mejores orgasmos de su vida, pero ¿a qué costo?

Apenas entró en su apartamento, lo primero que vio en la oscuridad fue esa intermitente luz roja. Alguien había dejado un mensaje en su contestadora. Le extrañó muchísimo pues hacía mucho tiempo que no veía esa luz encenderse. “Tiene un nuevo mensaje de voz”, e inmediatamente identificó la voz de Fernando, su novio:

-          Mi amor, yo sabía que eras muy perra. Pero nunca imaginé que tanto. Sé que aún estás sintiendo ese orgasmo que te regalé en el metro. Prepárate, esta noche llego a terminar lo que comenzamos en ese vagón.